lunes, 4 de enero de 2016

Nuevo año

Las mayúsculas y el orden introducen un ligero cambio de significado: Año Nuevo, nuevo año. Cuando el último Año Nuevo es ya recuerdo, queda la perspectiva de un nuevo año con fecha de caducidad conocida.

Estrenar año es como estrenar zapatos, aunque nos sienten bien y nos resulten cómodos es muy probable que nos hagan daño.

Después de casi cuatro meses viviendo en las llanuras de Bruselas, Guillermo volvió con ganas de montañas, así que aprovechando su deseo, la disposición del tiempo cronológico y la bonanza del atmosférico, ayer fuimos a Cercedilla con ganas de caminar. No madrugamos.

Una vez allí, empezamos tomando un café para seguir las habituales buenas costumbres e iniciamos el ascenso. Al principio por la calzada romana, luego por un tramo entre piedras y escalones, y por último transitando por la Carretera de la República mucho mejor asfaltada y con una pendiente sostenida pero más fácil de salvar, llegamos hasta la Ducha de los Alemanes, una cascada con bastante agua dada la sequía prolongada de las últimas estaciones, donde especulé con la posibilidad de que debiera su nombre al hecho de que los soldados alemanes se hubieran bañado allí en los ratos libres que les dejaba una guerra que no era su guerra, porque me acordé de que mi abuelo siempre decía que los había visto bañarse en el Pilde, o sea, en el río de mi pueblo, en aquella misma época, en el mes de febrero. Él lo comentaba con admiración, por el hecho de que pudieran meterse en el agua con las temperaturas propias de Burgos, del mes de febrero, y del mes de febrero de aquellos años tan anteriores al calentamiento global y a las comodidades posteriores.

Contemplando el verdor de los pinos, la evolución de las nubes, los valles en los lugares en los que la ausencia de árboles nos lo permitía, la fina y discontinua capa de nieve en algunas laderas, los restos muertos de los helechos y las curvas que nos iban precediendo, escuchando a ratos el ulular del viento del que nos protegían los árboles, llegamos hasta el mirador dedicado a Vicente Aleixandre, donde leímos sobre una enorme piedra de granito su verso:

 «Sobre está cima solitaria os miro
campos que nunca volveréis por mis ojos
piedra de sol inmensa, eterno mundo
y el ruiseñor tan débil que en su borde lo hechiza.»

Sentados en el mirador de Luis Rosales, mientras admirábamos la vasta, impresionante y bellísima vista que desde allí se pierde, mientras Guillermo y Luci intentaban localizar referencias geográficas de todo tipo, nos comimos el bocadillo. Luego abandonamos a los poetas y comenzamos el descenso.

Antes de volver a Madrid pasamos por San Lorenzo de El Escorial y Villalba. Aquí cenamos, bebimos y vimos a la familia; allí no hicimos gran cosa, llegamos tarde, dimos un paseo por los alrededores del monasterio y una vuelta por la plaza y las calles aledañas, siguiendo a las figuras de un enorme belén con muchos integrantes pero sin el Niño, sin la Virgen y sin San José, protegidos en el interior de un edificio con una larga cola de visitantes esperando en el exterior. Mientras lo recorrimos con el coche para marcharnos, descubrí que en amplias zonas es, como Rivas, un pueblo fantasma.

Habían pasado más de treinta años desde mi última visita a San Lorenzo, pero hubo una época, alrededor de mis dieciocho años, en la que íbamos casi todos los fines de semana. La familia de un ácrata chico bien que conocíamos tenía allí un caserón desvencijado donde dormíamos gratis, hecho que se acomodaba muy bien con nuestras míseras economías de entonces. Fue allí, en sus cuestas, con una bicicleta prestada y unos tacones imposibles, donde me rompí el pie, me destrocé la cara y me dejé la piel de las manos, todo en una sola caída. En lugar de volver a Madrid nos quedamos para aprovechar la fiesta de Guadarrama.

Ayer recordé lo que recuerdo de aquella época, pero recordé sobre todo lo que he olvidado: el lugar donde estaba la casa y su descripción más allá del enorme tamaño, las personas que me acompañaron reducidas ahora a los tres únicos nombres que aún puedo evocar, Nati, Antonio, Paula,  el coche ruinoso sin marca en mi memoria, el tiempo, divertido pero sin divertimentos concretos para llenar tantos días, y yo diluida en todos estos datos y en otras nimiedades en las que me miro sin reconocerme.

Así fue mi dos de febrero de dos mil dieciséis. El uno lo había dejado pasar entre un ataque profundo de claustrofobia psicológica y varios leves. Hoy es tres, mañana es el cumpleaños de Jorge y al día siguiente Guillermo volverá a sus llanuras.

Espero que durante los próximos trescientos sesenta y tres días el mercado de la vida nos provea de tiritas suficientes para curar las rozaduras.

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