martes, 30 de octubre de 2012

Pequeñas casualidades



Empezaré con una confesión. Me gusta el cine, me gusta más en el cine y son muchos los títulos que gozan de mi favor.
¡Vaya novedad!
No sería capaz de hacer una lista ordenada que contemplara siquiera mis cincuenta películas preferidas, pero conozco, perfectamente, cuáles dos colocaría en un primer lugar intercambiable.
No he visto ninguna de ellas en una sala, y tampoco en el vídeo les ha llegado su momento. Sin embargo, cada vez que las pasan por televisión, alguna magia inexplicable impide que yo me mueva del sofá hasta que aparece el famoso “The end” en la pantalla.
Resumiendo, que las he disfrutado unas cuantas veces.
Una de 1942 y la otra de 1961; ambas en blanco y negro. Las dos tienen actores estupendos, primeros planos que me encantan, escenas que disfruto de antemano mientras espero a que lleguen, y un final con interrogantes. Ambas tienen la capacidad de sorprenderme siempre que vuelven.
¿Por qué me gustan tanto?
Una, por la belleza real de Ingrid Bergman y el aparente cinismo de Humphrey Bogart; porque es una película sobre los ideales; por la escena de La Marsellesa; por la mirada de Rick cuando descubre que Laszlo ama a Ílsa tanto como él. Y creo que lo que más me gusta es el final, con la renuncia al amor y la bienvenida a la amistad. Me gusta, también, porque París es una metáfora de instantes y amores, a los que la convivencia no destrozó.
De la segunda, lo primero que disfruto es la ambivalencia del título en castellano; en mi opinión mucho más gráfico que el original (para variar). La opción entre dos vocablos, y su planteamiento como una pregunta que, cuando la película termina, nunca soy capaz contestar.
Me gusta porque plantea los límites y las opciones del individuo en la sociedad y frente al poder; un poder que, en el caso que nos ocupa, intenta controlar todos detalles hasta conseguir acomodar la realidad a una idea. Me gusta porque habla de miedos íntimos, y de lo fácil que resulta convertirse en monstruos cuando la situación nos facilita el camino.
Me encanta la escena, casi al final, en la que la cámara nos proporciona un primer plano del magistrado Ernst Janning, -que, hasta ese momento, no ha pronunciado palabra-, mientras se levanta y exclama “pero, ¿es que vamos a empezar otra vez?”. Y cuando, acosado por el sentimiento de culpa, le confiesa al juez Haywood que desconocía el punto de locura alcanzado, me parece antológica la respuesta: “se llegó a eso la primera vez que usted condenó a un hombre sabiendo que era inocente”.
Bueno, a estas alturas imagino que todos sabéis cuál es la primera película. Pero creo, que sólo aquellos de vosotros que conocéis mejor mis filias y mis fobias, habréis adivinado que estoy hablando, también, de ¿Vencedores o vencidos?
Doy por supuesto que conocéis al protagonista masculino de Casablanca. El intérprete principal de la segunda es Spencer Tracy.
Pasemos página.
Una tarde en que los planes no habían salido según lo previsto, andaba yo paseando por el bulevar del Paseo del Prado, ensimismada con mis asuntos, cuando me encontré, sin esperarlo, con la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión, a la que no presté mínima atención.
Continué, caminando y hablando conmigo –por fortuna, sólo para mis adentros-, hasta que un libro me llamó. Lo habían colocado en medio de una caseta, con la portada hacia el exterior; letras blancas en relieve sobre fondo negro.
¿Título? Bogart. ¿Subtítulo? En busca de mi padre. ¿Autor? Stephen H. Bogart.
Sentí una súbita -pero no casual- curiosidad por conocer cómo se enfrenta el hecho de tener a un mito por padre. Más si el mito lleva muerto desde que el hijo era un niño.
Por supuesto, compré el libro.
Y, por supuesto, no encontré la respuesta que buscaba, porque el autor habla (de modo bastante superficial) más de la ausencia, que de la fama.
También se pregunta por el origen del mito. Sin llegar a conclusiones definitivas, mi idea es que el hombre real y la imagen que el cine dio a este actor, a través de sus películas más conocidas, se acomodan bastante bien. Transmiten coherencia.
Por las hojas de esta publicación van apareciendo casi todos los personajes conocidos de la época dorada de Hollywood; como si estuvieran de visita fugaz en el salón de nuestra casa.
Así, mientras lo leía descubrí que el mejor amigo de Humphrey Bogart, el último que lo había visto con vida, era Spencer Tracy.
Mis dos películas favoritas –relacionadas sólo en mi mente, y sólo por este hecho-, escondían, entre sus planos, la amistad de sus protagonistas.

viernes, 19 de octubre de 2012

¿De dónde salió esa ola?



María: esta vez sí que espero tus comentarios. Después de todo has sido tú la que siempre me ha animado a ser más inventiva.
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miércoles, 17 de octubre de 2012

Tanti auguri, Guillermo



Oggi comincia un lungo sconto di trecentosessantacinque giorni, che ci porteranno  al tuo diciotessimo compleanno.
Sfruttali uno ad uno.
Tanti auguri a te.
Firmato: il cuore della tua mamma.

viernes, 12 de octubre de 2012

Love story



Así se titula una película de los años 70. En la Wikipedia, que a su vez remite a una lista del American Film Institute, afirman que ocupa el noveno lugar entre las más románticas de la historia –del cine, por supuesto-.
En su momento tuvo un éxito considerable. Hoy, con la distancia del tiempo en la memoria, sólo puedo recordarla como un lacrimógeno dramón; nos hacía llorar ante la perspectiva de un amor  eterno, que nunca debió enfrentarse a la realidad de ver al otro en pijama día tras día.
En el filme pronuncian, dos veces, una frase que también gozó de su época de gloria: “amor significa no tener que decir nunca lo siento”. Primero la chica, consciente de la propia muerte, inminente y sin remedio, se la dice a su novio. En este contexto, implica la aceptación del dolor escondido en cualquier momento de placer.
Al final de la trama, el chico la repite a su padre, al enterarse este de que su hijo le había mentido para acomodarse a una idea preconcebida del progenitor; en lugar de contarle una realidad que le hubiera descubierto como mejor persona.
En cuestiones de amores, y dado lo difícil que resulta que las innumerables apetencias de dos resulten en todo momento coincidentes, difícil me parece no verse  abocados a pronunciar estas dos palabras.
Se me ocurren dos posibilidades. Una sería acomodarse en todo momento a los deseos del otro; la otra, actuar siempre según las propias apetencias.
En el primer caso nunca deberemos pedir excusas al amado; en el segundo, nos las ahorraremos frente a nosotros mismos.
Las dos tienen trampa y engaño.
Sin embargo la perspectiva de los años le da a la frase otra posible interpretación Si le quitamos la obligación que implica “tener que”, queda definido lo que por amor entiende el sexo masculino.