jueves, 27 de marzo de 2014

Sensaciones


Fue una tarde pintada de rosa, de esas que a veces regala la fortuna sin motivo y sin que se las espere.
Tumbada en la hamaca dejaba el tiempo pasar, sintiendo el sol entibiando mi espalda con sus iniciales rayos veraniegos, los más esperados, los más deseados.
Pensamientos ralentizados aparecían y desaparecían en instantes amontonados en algún lugar indeterminado entre el sueño y la consciencia, enviándome el mensaje de estar cerca de la gloria.
¡Qué podía saber yo en ese momento!
Todo cambió con un roce efímero y mimoso sin identificar en mi ralentizado estado de ánimo. No debí esperar mucho para que aquello se repitiera en el mismo lugar, con la misma justa intensidad, en una superficie creciente.
Sin volver la cabeza pensé que alguien tenía ganas de jugar y decidí dejar hablar a mi cuerpo, a estas alturas ya tan despierto como mi mente.
Los puntos de contacto simultáneos aumentaron hasta estabilizarse sin que pudiera decidir cuántos eran en total debido a su movimiento continuado, y a su merced iba yo sintiendo suaves sensaciones en escalas de contactos, caricias, cosquillas, mareos y escalofríos.
Aún puedo dibujar el trayecto exacto de aquel recorrido. Su ascensión en zigzag  hasta mi pierna; su descenso y posterior elevación hacia el otro muslo, la presión siempre definida, más delicada y liviana si pasaba a través de la ropa. Recuerdo mi ansiedad intentado adivinar qué parte exacta de mi piel sería agraciada a continuación con el contacto de aquellos dedos sutiles.
Su paso por mi espalda me sumergió en un océano de tensiones que pusieron a prueba mis nervios y mis sentidos del tacto; su llegada a mi pelo se tradujo en tiempo de relajación y cosquillas y en sublimes masajes capilares de movimientos imposibles.
Apéndices de seda continuaron su recorrido por mi oreja izquierda hasta la mejilla, cuando olvidando la pereza que me colmaba me decidí a abrir los ojos. Como en un sueño me llegó la visión lateral de dos o tres esbeltas líneas, articuladas  y tan estilizadas que no pude encontrar comparación posible con nada conocido. Completamente cubiertas de hermosos y estéticos pelitos cortísimos y tupidos, el contraste de su negro azabache con el brillo del sol me llevó hacia colores imposibles.
Obnubilada por tanta perfección me giré muy muy lentamente permitiéndola a ella continuar su viaje, mientras esperaba ansiosa  el momento propicio para contemplarla a mis anchas.
A estas alturas ya tenía claro quién era la causa de mis placeres.
Siguiendo los puntos de apoyo proporcionados por mis curvas, continuó acariciando mi frente, se paseó por mis párpados cerrados, bajó por mi nariz.
Su cercanía a mi boca me sugirió la idea fugaz de fundirnos en un cuerpo único, pero con un último resto de cordura me limité a entreabrir los labios aumentando la superficie de contacto con aquellos apéndices que tanto parecían disfrutar recorriendo mi cuerpo.
Su viaje continuó por mi cuello y mi pecho. Observándola, me estremecí con sus elegantes movimientos ni rígidos ni reptantes, con su manera geométrica de flexionar las articulaciones, con el número variable de los puntos de contacto que en cada momento me acariciaban.
Poco antes de llegar al ombligo, tal vez agotada, se paró, estiró sus hermosos apéndices táctiles y pude contemplar en todo su esplendor la simetría de aquel cuerpo perfecto.
Admiré entonces la belleza escondida en la armonía de las múltiples piernas largas perfectamente torneadas, pero a la vez con la fuerza necesaria para sujetar un espléndido conjunto de cuerpo y cabeza envueltos en una fina capa de pelo color carbón, corto, hirsuto y espeso. Me pregunté qué escondido secreto le permitía provocar en mí emociones tan intensas.
Y al final me colgué de sus ojos. De los pequeños; recónditos y diminutos, debí empeñarme hasta encontrarlos uno a uno y descubrir que gracias a su oportuna ubicación podían mirar al mundo en todas las direcciones. Y que en aquel momento me contemplaban.
Pero, ¡ah! sus otros ojos grandes. Enormes cuan negras bolas brillantes de marfil, en la persistencia inquisitiva de su mirada sin pestañas encontré su curiosidad sobre la experiencia que acababa de proporcionarme. Me recreé intentando encontrar la respuesta.
Un salto inesperado le hizo caer desde mi altura al suelo y seguir su ancestral instinto poniendo en movimiento simultáneo sus múltiples apéndices mientras se alejaba.
Corrí tras ella. Sintiendo el estómago en mi boca y de un zapatazo, maté a la araña.

sábado, 22 de marzo de 2014

Madurar


BIOGRAFÍA
No cojas la cuchara con la mano izquierda.
No pongas los codos en la mesa.
Dobla bien la servilleta.
Eso, para empezar.
Extraiga la raíz cuadrada de tres mil trescientos trece.
¿Dónde está Tanganika? ¿Qué año nació Cervantes?
Le pondré un cero en conducta si habla con su compañero.
Eso, para seguir.
¿Le parece a usted correcto que un ingeniero haga versos?
La cultura es un adorno y el negocio es el negocio.
Si sigues con esa chica te cerraremos las puertas.
Eso, para vivir.
No seas tan loco. Sé educado. Sé correcto.
No bebas. No fumes. No tosas. No respires.
¡Ay, sí, no respirar! Dar el no a todos los nos.
Y descansar: morir.
Gabriel Celaya
La infancia es el periodo del aprendizaje por excelencia. No de un aprendizaje cualquiera; más bien de uno grabado a sangre y fuego en algún lugar desconocido del ser que siempre seremos. Y desde allí, agazapado, nos enviará las postales de las que hablaba Saramago con mensajes únicos, mutables, variados, diferentes, contradictorios, evidentes, difíciles o imposibles de interpretar a través de los años.
En la infancia aprendimos los primeros pasos, torpes, pero imprescindibles para continuar caminando. Aprendimos un idioma, utilizándolo y buscando significados establecidos en el Diccionario. Palabras que nos ampliaron el mundo, con ellas empezamos a nombrar al miedo y a la derrota, a la caída y al dolor; pero también a la osadía y a la victoria, al éxito y al placer, al hijo y al amigo.
En la infancia aprendimos un sistema de numeración que clasificaba las unidades de diez en diez, mientras contábamos el número de canicas, los saltos de la comba, los pasos del escondite, los cumpleaños. El mismo sistema que, años más tarde, nos serviría para sumar ausencias.
En la infancia aprendimos cosas inútiles que nos proporcionaron orgullos efímeros y seguridades permanentes.
En la infancia multitud de cosas se nos incrustaron en los huesos, siempre sin pedir permiso. Aprendimos a jugar y a olvidar el juego; a contar mentiras y a continuar mintiendo; aprendimos a querer que nuestro padre y nuestra madre nos quisiesen y a sentir a los hermanos como nuestros cómplices. Aprendimos emociones y lenguaje corporal, a mirar la alegría en otros ojos y a expresar inseguridad o vergüenza mirándonos los zapatos.
En nuestra infancia descubrimos que hay preguntas que no se hacen y temas que no se tocan. El sexo sólo era una más de tantas cuestiones por aclarar que, como todos los adolescentes, acabaríamos por descubrir envueltos en una revolución de hormonas, temores y silencios. Pero estaban además los rojos, y nuestra historia reciente, y los libros prohibidos, y los muertos innominados…
En la infancia arroparon nuestros aprendizajes necesarios, nuestra vulnerabilidad y sus miedos, con sólidos envoltorios de amor, frases hechas, lugares comunes, verdades absolutas, sentimientos con protocolo y hagiografías ejemplares.
En la infancia aprendimos a liberar el cuerpo y a encarcelar el alma.
Durante la infancia la crítica era pecado. Y la duda conducía a la soledad.
Después, en algún lugar indeterminado de nuestra biografía, la VIDA llegó a nuestras vidas y descubrimos que podíamos ser críticos sin necesidad de un Dios que nos castigase, porque para eso no necesitábamos a nadie fuera de nosotros mismos. Y, de forma inconsciente, pero voluntaria, salimos al encuentro de la soledad.
Rompimos el lazo, y buscando el regalo, encontramos la realidad.
Descubrimos que el único éxito posible era el aprendizaje escondido en cada una de nuestras estaciones; que el hermano puede que sea el policía; que las mismas palabras que nos liberaban nos encerraban en limitaciones intrínsecas de estructura, sintaxis y significado.
Comprendimos por fin que nuestra trayectoria se explica en números primos mejor que en múltiplos de diez, que el amor es una incógnita eternamente por descifrar, que seguridades presentes sólo aseguran futuras inseguridades.
Asumimos la única realidad del presente; porque más allá de banalidades, el pasado puede ser una mentira a nuestra medida y nuestro papel en la película del futuro está siempre por escribir.
Descubrimos “lo que la gente llama madurar, en suma”. En paráfrasis de un verso incluido en un bello poema de Ángel González.
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Porque la educación, la sociedad, la familia, y sobre todo los padres, transmitimos más lastre del que llega a nuestras consciencias,
porque jamás interpretará de manera idéntica el que da y el que recibe,
porque más allá de las apariencias este es un texto optimista,
porque espero que el bagaje recibido os ayude a remar vuestro propio rumbo,
Para  Jorge y Guillermo, por orden cronológico.
Para Guillermo y Jorge, por orden alfabético.