miércoles, 31 de diciembre de 2014

Carta a los Reyes Magos

SS. MM. Magos de Oriente
Baltasar, Gaspar y Melchor
Cualquier Lugar, s/n
Planeta Tierra
Queridos Reyes Magos:

Este año he sido una niña muy buena.

Mal empezamos, porque una de las características esenciales de las niñas buenas es la sinceridad, debido a que aún no han tenido el tiempo suficiente como para que la buena educación les haya enseñado a mentir.

Yo no he sido sincera, y en cuanto a lo de buena, dependerá de a quién se le pregunte, así que volvemos al principio.

Queridos Reyes Magos:

Hace tiempo que no soy una niña, no siempre soy buena, y hay algunos momentos muy puntuales en los que incluso me satisface portarme mal.

Ahora sí soy sincera, así que continúo hasta que tras leer los hechos, Ustedes decidan si me harán caso.

Es esta la primera vez que me dirijo a Sus Majestades, porque cuando tuve edad y fe para escribir este tipo de cartas, vivía en un barrio diminuto de un pueblo pequeño al que no llegaban los camellos, y porque en aquellas épocas descubríamos pronto que la magia necesita también inversión económica previa.

Empezaré contándoles que estuve en Madrid viendo las luces con las que la ciudad obsequiará a Sus Reales Visitantes a partir de la caída de la tarde del 5 de enero, y paseando por los pocos espacios que dejaban libres las muchas gentes que tuvieron la misma idea que yo, de entretener reuniones familiares saliendo a la calle, a las mismas calles, para recrear la vista.

Por fortuna, Ustedes trabajarán mientras la ciudad duerma; y por cierto, que les aconsejo que vengan abrigaditos, porque han dicho en la televisión que las temperaturas bajarán drásticamente.

Les confesaré, Majestades, que no me resulta fácil resumir mis últimos 365 días, bien porque la mayoría de hechos son habituales y obvios, y por tanto no vale la pena aburrirles con su enumeración, o bien porque son demasiado personales, en cuyo caso resulta aún menos aconsejable dejar constancia de ellos por escrito.

Así que haré lo que pueda.

Como todos los años, a estas alturas me quedan unos cuantos objetivos en el debe, hecho que no considero necesariamente negativo, porque eso significa que ya tengo proyectos en los que invertir mis energías en 2015.

Volví a Zumaya.

Por cierto que también de aquel viaje pensaba yo haber escrito un diario en su momento, pero no lo hice allí, y tras la vuelta el tiempo pasó y el proyecto también.

No. No fuimos siguiendo la estela de 8 apellidos vascos, era una larga cuenta pendiente al fin saldada. Quiero contar a Sus Majestades la magnífica impresión de la señorial San Sebastián, que sólo conocía por fotografías y referencias, y debo añadir que prefiero el teatro Victoria Eugenia al Kursal, aunque Jorge no esté de acuerdo. Decirles también que paseamos mucho por la costa, por el pueblo y por el monte, que contemplamos los flysch y los árboles, que nos llovió, nos mojamos y nos secamos, que compartimos dos bayleis para tres.

Por supuesto también comimos, aunque por dos diferentes motivos yo recuerde mejor y rememore con más frecuencia dos cenas. La primera en Orio, en un restaurante recomendado de exquisiteces piscícolas.

La segunda, en una sociedad gastronómica, de las que abundan por el Norte. Mientras aún le dábamos al diente, en las otras mesas alguien comenzó a cantar; sin pensarlo y sin vergüenza canté con ellos. Canciones antiguas, conocidas y queridas por mí, que me trajeron de vuelta a Orejas, y me devolvieron a los momentos del parato compartido.

Por cierto, Majestades, si se lo encuentran en algún cruce de caminos, díganle que le recuerdo siempre con su música. Yo se lo dije aquel día y se lo repito siempre, pero no sé si me escucha.

Poco después del retorno de aquel viaje se rompió la normalidad y debimos acomodarnos. Yo fui afortunada. Gracias a la generosidad de mi familia descubrí Bruselas, Brujas, Gante y Amberes, me reencontré con Roma y me enamoró.

Oh. L’amore!

La amabilidad de este año que ya se me ha escapado la resumiría en dos detalles, la credibilidad de algunas personas en mis aptitudes, y mi superación de la crisis de adolescencia de los cincuenta que, como todas las crisis, me deja el recuerdo o la añoranza del lastre abandonado en un camino sin retorno, y la seguridad de seguir adelante con lo puesto.

Y a mí, que siempre fui una estudiante inteligente y una ignorante emocional, también me ha legado algunos conocimientos imprescindibles.

Me ha enseñado el peligro de quedarme colgada de las preguntas cuando encontrar las respuestas no depende sólo de mí, y que hace mucho tiempo que demasiadas cosas comenzaron a deslizarse sin freno por la pendiente.

También he aprendido que el amor nunca es la solución, sino el origen de los problemas, y que las relaciones familiares funcionan como el fútbol: los seguidores de un equipo interpretan cada hecho y la totalidad en función de los intereses del club de sus amores, y los individuos interpretan los hechos de su familia según un código único y personal de expectativas y genuinos intereses afectivos.

En un intento de acomodar mi realidad física a esta nueva realidad psicológica, dediqué una parte importante del verano a ordenar mi historia digital, lo que ahora me permite encontrar las cosas sin esfuerzo, a pesar del nefasto sistema de búsqueda de Windows 7.

Fue un trabajo arduo, por la inmensa cantidad de posesiones olvidadas que descubrí, algunas estupendas como las cartas de Galileo. En italiano.

También encontré un montón de Power Point, de los que me llegaban veinte veces en los viejos tiempos de la informática, es decir, ayer, con mensajes maravillosos que pretendían convencerme de que me basta con quererlo para que la realidad se ponga a mis pies. Archivé algunas fotografías y mandé todos los textos a la papelera.

Ya no los necesito. Dejé de necesitarlos un día que me comí las ganas de llorar y taconeé con más energías que nunca.

Esta es mi actualidad, en la que desearía que Sus Majestades posaran en mis zapatos unos cuantos agarraderos para el año por venir.

Me vendrían bien algunas ideas para seguir actualizando este cuaderno de bitácora de vez cuando, sin repetirme demasiado. Quiero poder leer los libros pendientes, y descubrir otros nuevos; seguir descubriendo películas, visitando exposiciones y acudiendo con regularidad al teatro, aunque algunas obras me decepcionen.

El fin de 2014 me ha encontrado en conciertos, y con Su Venia así comenzaré 2015, pero espero de Sus Majestades el placer de la música los trescientos sesenta y cinco próximos días.

Quiero los viernes de café con Merche y María, las charlas con Consuelito y los eventos con Montserrat, las confidencias con Begoña, las comidas con Sonia y las conversaciones interesantes con tantas personas a las que no puedo nombrar aquí, porque son demasiadas. También, si se tercia, con otras distintas.

Quiero seguir enfadándome con mi familia por cosas intrascendentes, y juntarme con ellos para comer y para celebrar cumpleaños.

Quiero hablar con mis hijos de intereses y temas compartidos, ir a Berlín con Jorge, y volver a Italia con Guillermo. Quiero oírle decir que soy una madre arisca, si es eso lo que piensa.

Quiero que 2015 me aproveche.

A lo que no quiero, me acomodaré sin remedio.

¡Ah! Majestades, una última cosa. Este año no aprenderé a cambiar pañales, no me da la gana, y no lo necesito. Espero sin embargo que no me lo tengan en cuenta, dada mi buena disposición para otros muchos menesteres.

Para terminar, espero que disculpen la largura excepcional de esta misiva en época tan laboriosa.

Un abrazo de camello y un año venturoso, también para Sus Majestades,

Pilar

lunes, 1 de diciembre de 2014

Mujeres

Por salud mental, hace ya tiempo que no pierdo el tiempo con  noticias redundantes ni comentarios obvios, lo que traducido significa que hace ya tiempo que no pierdo el tiempo en leer la información política de los diarios. Lo que me llega, viene de rebote o de forma tangencial.

Sin embargo, el periódico del domingo es uno de mis placeres habituales y preferidos  del fin de semana, un disfrute lleno de ritos creados sólo por mí y sólo para mí a lo largo de los años, en el que siempre encuentro dos cosas que me compensan de las malas noticias, los pasatiempos y los articulistas.

Puedo describir mi orden sin chuleta.

Primero el suplemento. En las páginas iniciales, las cartas al director, el artículo de Javier Cercas o el de Santiago Rocagliolo y el comentario de la foto de Millás; los titulares y la selección de los artículos que me interesan; pasar de largo por la publicidad encubierta de las páginas de moda y similares, y llegar a las dos últimas donde me esperan Rosa Montero o Almudena Grandes, y Javier Marías.

A veces empiezo por el final, pero es el orden lo único que cambia.

Luego llega el turno de los pasatiempos, también en un orden riguroso: kenkén, crucigrama, sudoku samurái y sudoku killer. A veces, sólo a veces, el damero maldito, que ni haciendo trampas consigo resolver siempre.

Lo último, el periódico. Después de leer la portada, lo empiezo siempre por el final. Manuel Vicent y la entrevista; Carlos Boyero, que no me gusta comentando cine, pero con el que he descubierto puntos comunes de asqueo; Alex Grijelmo y Elvira Lindo; a veces, si no escribe sobre política o no se pone demasiado liberal, Vargas Llosa. También me entretengo en las noticias culturales, en las de sociedad y en algunas deportivas, en las que echo de menos en los últimos tiempos a John Carlin.

Las secciones de economía, internacional y política nacional, ni las miro.

De vez en cuando me regalan un suplemento especial por el mismo precio: moda niños, moda hombre, moda mujer, o catálogos de Toysrus y El Corte Inglés, que envío directamente al cubo de la basura del papel. Hoy también había uno.

Mujeres, así se llamaba y no era publicidad. O tal vez sí.

Hablaba de mujeres, de nuestra desigualdad en el mundo, del techo de cristal, de lo que les cuesta llegar a lugares de poder, de su papel en el arte y el deporte, de todas esas cosas conocidas. Mujeres triunfadoras, poderosas e instaladas en la élite, que hablaban sobre los problemas de otras mujeres, pobres, perdedoras, parias.

Michelle Bachelet, Emma Bonino, Salma Hayek, Serena Williams, Zaha Hadid, Melinda Gates, Shakira… fuertes, luchadoras, influyentes, trabajadoras y valientes. Menos valientes que los millones de mujeres que en este acomodado mundo occidental nuestro, por no irnos muy lejos, pierden los mejores años de su vida en un trabajo imprescindible que detestan.

Que se ocupan de sus hijos, de todas las necesidades de sus hijos porque no tienen a otras mujeres, con sueldos menos suculentos, trabajo más duro y nula capacidad de influencia social, que se los recojan del colegio, se los lleven al parque, se los bañen o se los duerman con un cuento. Mujeres que hagan lo que hagan tienen mala conciencia, porque los que saben, es decir, los muchos hombres y las pocas mujeres que han conseguido llegar a ese grado de poder que implica influencia, les dicen que los niños necesitan pasar tiempo de calidad con sus padres, porque en caso contrario tienen más posibilidades de andar por la mala senda, que tienen que jugar e ir al parque, y estudiar inglés, y hacer deporte, y leer, y no ver demasiado la televisión.

Les dicen en definitiva que sus hijos necesitan su mucho tiempo, su mucho trabajo, su poco dinero.

Estas mujeres también vivirán en una casa, con cristales, con muebles y con polvo. La familia comerá, y ellas deberán hacer la compra.

Sí, las mujeres del suplemento hablan de su poder en nuestro nombre. No cuestiono su importancia, ni su transcendencia, ni la necesidad del cambio, pero su mundo de triunfadoras me deja indiferente.

Prefiero otras historias, pequeñas historias como el artículo de Almudena Grandes, con el que puedo identificarme a través de un personaje inventado que vive encerrado en sus íntimas limitaciones, con deseo de escape pero sin posibilidad de huida.

Pequeñas esperanzas y derrotas cotidianas que, esas sí, nos unifican a todas.

Y a todos.

jueves, 13 de noviembre de 2014

El amor nunca es suficiente



La infancia es una dictadura.
De hecho es una dictadura iniciada antes de nacer, porque el ADN determina las características físicas de toda nuestra vida y nuestra forma de envejecer, que sólo podremos maquillar.
En cuanto a los procesos psicológicos, no está claro en qué grado de definición se encuentran cuando abrimos los ojos, pero es seguro que las aptitudes vienen preinstaladas de fábrica.
Entonces nacemos.
En una época, en un continente, en un país, en una sociedad, en una clase económica, en una familia; todos y cada uno a su manera, con sus medios, nos condicionan, nos dominan, e intentan llevarnos al huerto. Las sutilezas dependen del quién, del dónde, del cómo y del cuándo. Los who y el how de los ingleses, que son muy sintéticos en estas cosas de la lengua.
Hasta que, creyendo que nadie nos domina, nos dominamos, e incorporamos a nuestros genes mentales exigencias externas justificadas en la moral y nuestro bien.
A partir de ese momento serán inviables todas las revoluciones.
Ya sé que la vida funciona así, y que las cosas no pueden ser de otra manera, y que somos seres sociales y que todo es interpretable, y que hay una cosa llamada punto de vista, y que bla, bla, bla.
Pero me estoy limitando a describir.
Así que, como iba diciendo, la infancia es una dictadura, pero no cualquier dictadura, porque en una al uso existen ciertos márgenes de actuación.
Por ejemplo, exiliarse.
¿Dónde se exiliaría un niño?
En casa de un amigo. Al salir del cole podría decirle a la madre de su amiguito:
-Mi mamá me ha dicho que hoy no puede venir a buscarme, que si puedo irme con vosotros.
El amiguito, encantado de poder compartir juegos y televisión y de tener alguien con quién hablar.
 -Sí, sí, por fa, mami,
La madre, incapaz de negarle semejante felicidad a su retoño.
-Vale, os prepararé algo especial para merendar, y después bajaremos al parque (si es que todavía existe eso).
En algún momento surgirá la pregunta inevitable.
-¿Vienen a por tí, o te llevamos a casa?
-Mmmm. Me parece que vendrán a buscarme.
Seguiría pasando el tiempo, la madre empezaría a pensar para sus adentros que los padres del niño son unos despreocupados (como poco) y, llegada la hora de la cena, sentarían al intruso en la mesa familiar.
Con los platos todavía por retirar, llamaría a la otra madre, con el resultado final de la vuelta del prófugo al punto de partida tras apenas unas horas.
Otra solución para escapar de las dictaduras es pasarse al enemigo, pero toda organización rebelde necesita de una intendencia, que en el caso que nos ocupa podríamos imaginar.
-Mi madre es tonta.
-La mía también.
-No pienso volver a mi casa. ¿Me dejas vivir contigo?
-Guai. Viviremos juntos, y dormiremos juntos. Y haremos guerras de almohadas. Y nos dormiremos tarde. Y  a lo mejor nos deja ir solos al cole.
¿Quién, tu madre?
-Claro
-Pero ¿no es tonta como la mía?
-Sí, pero yo creo que a mi madre le caes bien y si voy contigo, tendrá menos miedo y a lo mejor nos dejará ir solos.
Por supuesto, la resistencia terminará cuando vengan a buscarlo. O cuando una madre llame a otra madre, porque de todos es conocida la solidaridad existente entre las madres de los amigos.
La otra alternativa es acomodarse y adaptar el comportamiento a las exigencias del régimen, cosa que suele acabar sucediendo, con mayor o menor grado de rebeldía malgastada por el camino.
Pero las dictaduras a menudo envuelven su dura mano de hierro en suaves  guantes de seda a los que añaden sutiles métodos de infiltración.
Así que imaginemos.
Imaginemos una señora con la absoluta prioridad de lucir siempre perfecta. Nunca un pelo cambiado de sitio; jamás zapatos fuera del tono del bolso y los pendientes; siempre, cada complemento acomodado al estilo del vestuario; en todo lugar, espalda tiesa, caminar orgulloso de mostrarse al mundo.
¡Aquí estoy yo!
Nunca pensaríamos en ella sin maquillar, o en bata, o en pijama, porque estos aspectos solo se los permitiría en su casa, sin testigos indeseados, cuando no tuviera otro remedio.
O sí. Tal  vez pudiéramos imaginarla con un batín de seda haciendo la cena, o con un camisón de diseño entre sábanas de raso, con la mascarilla puesta.
En realidad, esto da lo mismo, porque lo que aquí nos interesa es otra cosa.
Sigamos.
Esta mujer tendría dos hijas, Marta y María. También podrían llamarse Pili y Mili, o Mortadelo y Filemón, o Epi y Blas en el caso de que fuesen hijos. Pero en nuestro caso serían chicas, que con los trapos y los lazos dan más de sí y colmarían el sueño de cualquier madre como la que nos ocupa.
Y se llamarían con los nombres citados.
Casi desde la cuna María, manifestaría ciertas tendencias.
-¿Toy guapa mami?
-Sí, mi niña, tas guapísima.
-¿Mami te gusta mi busa?
-Me encanta. Tas pesiosa. Ven, súbete a la silla y mírate en este espejo.
-Mami hoy voy de vede y no tengo laso vede.
-Esta tarde iremos a compraremos uno. ¿Me lo recordarás tú, cariño?
También casi desde la cuna, Marta sería diferente. No vamos a decir opuesta, sólo distinta. Le gustarían las zapatillas flexibles, las camisetas anchas, los pantalones adaptables; en definitiva, la comodidad de la ropa pensada para jugar. Las horquillas serían para ella objetos para perder, y las cintas elementos para olvidar siempre que resultaran incompatibles con los intereses lúdicos del momento.
-Mami no me guzta ezte veztido. Yo quiedo mallaz.
-Pero si estás monísima con él.
-Ya, pedo a mí me guztan loz pantalonez.
-Me gustaría saber por qué siempre quieres llevar la misma ropa.
-Podque sí. Poz fa, mami, de vezdaz, de vezdaz, mañana me pondé ezte vestido.
-No. Ayer dijiste lo mismo. Además, te pondrás esto porque lo digo yo, y vale.
Así continuaría la vida familiar, con estas pequeñas guerras domésticas que, en buena lógica, al principio ganaría siempre la madre, después casi siempre, en el siguiente paso casi nunca y al final, nunca.
Pero no adelantemos acontecimientos.
La mujer volvería de sus días de compras cargada de bolsas, pero la esencia del contenido variaría a lo largo del tiempo, como una manifestación más de sus frustraciones y sus orgullos, de los cambios en los comportamientos y las relaciones familiares.
En los inicios contendrían siempre dos elementos de cada modelo diferenciados por el tamaño; y a medida que la madre fuera aceptando los gustos de Marta y alejándose de ella, a medida que sólo la cara de María fuese el reflejo en el que anticipar la alegría de su vuelta a casa cargada de modelos, el contenido iría decantándose en la dirección que más placer le produjera personalmente.
 No de golpe, por supuesto.
Poquito a poquito. Por absorción continua. De la misma manera que variaría  el tono inicial de los comentarios a su retorno.
-¡¡¡Mirad lo que os traigo!!!
-¡¡¡A ver, mami, a ver!!!
-¡Mami! Estos sapatos son pesiosos.
-¿Verdad que sí?
-Puez a mi no me guztan.
-¿Pero cómo pueden no gustarte?
-Ademaz, yo quiedo unas depoztivas. Laz míaz están dotas.
-Bueno, pues ya te compraré unas, pero de momento te quedas con estos. Además, os he traído un montón de cosas, espera a verlas todas antes de protestar.
Hasta que sin poder expresarlo con palabras, a Marta le dolería en su pequeña alma la injusticia enorme de pensar distinto de su mamá. Sentiría las historias repetidas sin remedio, anhelaría ser como su hermana. No por nada, simplemente, porque todo sería más fácil y no pasaría la vida decepcionando a su madre.
Marta viviría estas cosas sin poder pensarlas y, en esta historia que estamos inventando, para escapar de lo que no quería sentir, un día abriría el enorme cajón de sus muñecos, abrazaría a su peluche preferido, se acuclillaría en el fondo y bajaría la tapa.
Después nunca sabría por qué había callado la primera vez que oyó que la llamaban. Las siguientes sí. En las siguientes se habría dejado llevar por el miedo, que aumentaría de manera proporcional a la elevación en el tono y la agudeza en la voz de su madre al pronunciar, primero, gritar, después, y chillar por último, su nombre.
-Marta, MARTA, Martita, Cariño, ¡Marta!, ¡¡Marta!!, ¡¡¡Marta!!!, ¡¡¡¡Martaaaaaa...!!!!!!!!!
Cuando por fin alguien abriera el baúl, la niña se acurrucaría aún más antes de que la sacasen de allí, con malos modos que disimularían alivios y rebajarían angustias, mientras continuaban los gritos.
-No sé qué voy a hacer contigo. ¿Se puede saber por qué has hecho esto? Es que no te entiendo. Siempre llamando la atención. ¿Qué vamos a hacer contigo? Cualquier día de esto me matarás de un disgusto.
Frases de impotencia, frases hechas. Para la madre.
Con el paso de los años, al evocar aquella tarde, Marta siempre recordaría, junto a su inseguridad y su miedo, que aquella fue la única vez en la que había visto a su madre con el rímel corrido.
Como a todos los niños, a Marta le gustaría escuchar conversaciones de los mayores de vez en cuando. Un poco por curiosidad, un poco porque, sin tenerlo estrictamente prohibido, sabría que no debía hacerlo. Serían conversaciones entendidas a medias, elementos por encajar como piezas escondidas de un puzle que tendría que continuar buscando.
Un día sería una charla con la abuela.
-Esta niña, cuidado que la compro cosas, que gasto tiempo buscando lo que creo que la pueda gustar, porque desde luego le dedico mucho más que a María, pero no hay manera, si por ella fuese llevaría siempre vaqueros, mallas, chándal y deportivas. Vamos que como chico no tendría precio.
-Pues hija, ¿qué más te da? No te compliques la vida, si le gusta, pues cómprala lo que prefiere, después de todo, ya tienes a María, que es idéntica a tí.
-Sí mamá, claro, tú siempre le das la razón pero yo es que no lo entiendo porque podría ir monísima.
-Pero si va monísima.
-Desde luego mamá, no sé si lo haces por llevarme la contraria o qué, pero no sé cómo puedes decir eso.
-Lo digo porque es verdad.
-Seguro, es que no puedo decirte nada de Marta porque siempre la defiendes.
-No, lo que pasa es que no todos vemos las cosas como tú.
-Vale, vale, mamá, ya te dejo, que tengo un montón de trastos por colocar y hacer la cena, y mira qué hora es.
Otro día, tal vez con algunos amigos venidos de visita.
-¡Ay! Os voy a enseñar la falda que le he comprado a María, bueno, mejor, le voy a decir que se la ponga y la veis, porque es que le queda ideal.
-¡María! ¡Ven por favor!
-¿Qué quieres mamá?
-Anda, ponte la falda nueva para que vean cómo te queda, pero ponte los zapatos de lazo y la blusa azul también que si no no es lo mismo.
-Jo mamá, estoy jugando con Marta.
-Anda cariño, será sólo un momento, después seguís jugando.
-¿No puedo  hacerlo luego?
-No, porque después nuestros amigos se irán.
-¡Bueno…!
Sería entonces, una vez instaladas las relaciones en nuevas seguridades, cuando alguien, tal vez la tía preferida, aparecería por sorpresa.
-Marta, tengo una cosa para ti. Anda, vamos a tu cuarto.
Y le daría a la niña un paquete que contuviera un precioso vestido blanco. No lo habría comprado por desconocimiento, ni porque quisiese jorobarla. Simplemente, lo habría visto y habría pensado en ella, y eso sería lo que le dijese a Marta, que se lo probaría con una sonrisa mientras esa misma tía preferida la contemplaría a través del espejo.
-Mi niña, estás guapísima. Anda, baja a enseñárselo a tu madre.
-Me da un poco de corte.
-¿Por qué? ¿No te gusta?
-Sí, me encanta, pero me veo rara.
-Bueno, eso es porque antes yo no te había regalado ningún maravilloso vestido de princesa. ¡Venga, dame un abrazo!
La madre la contemplaría admirada. Y sorprendida. Y haciéndose preguntas.
-¡Qué guapa! A ver, date la vuelta que te vea. ¡María! Ven. ¡Mira a tu hermana!.
-Jo, qué chuli, cómo me gusta.
-¿Dónde lo has comprado?
-En Zara.
-¿Había más?
- No lo sé. Supongo.
-María, ¿qué te parece si vamos mañana a buscar uno para tí?
En esta historia que estamos imaginando, el tiempo seguiría su curso. Podría pararse si quisiéramos, pero no va a ser así.
Un día, de golpe, la vida de Marta se volvería del revés cuando los pulsos le latieran con frenesí cada vez que un chico determinado apareciese a lo lejos por los pasillos del instituto.
Y le invitarían a una fiesta.
Y por primera vez sentiría la falta de contenido en su armario, porque todo se le habría quedado pequeño de golpe sin que hubiese cambiado de talla.
Y decidiría ir de tiendas.
-Mamá, me han invitado a una fiesta y no tengo nada que ponerme. Me gustaría comprarme algo.
-¡Por fin! Claro, hija. Y por supuesto que no puedes ir así a ninguna fiesta. ¿Cuándo quieres que vayamos? Yo mañana no puedo, pero pasado, tal vez…
-El caso es que había pensado que podría ir yo sola.
-Sola no, por favor, que eres capaz de comprar… de comprar… yo qué sé qué.
-La cosa es que, sola, sola, no iría. Iría con una amiga.
-¿Con qué amiga?
-Con Sonia.
-¿Con Sonia? Ah, en ese caso, bueno, porque la verdad es que esa niña es muy mona y tiene mucho estilo.
-¿Te parece bien entonces?
-Claro.
-Tendrás que darme dinero.
-Sí, sí, por supuesto.
En las tiendas Marta se volvería loca, porque le apetecería dar un giro de ciento ochenta grados a la vez que se vería incapaz de romper sus rutinas, adelantaría pensamientos ajenos, imaginaría preguntas sin encontrar respuestas. Y mientras cogería prendas, las soltaría, volvería a por ellas, y volvería a dejarlas sin decidirse por ninguna.
Pero finalmente encontraría un vestido. Su vestido. Le gustaría el modelo, el color, el estilo, a primera vista, antes de que Sonia acabara de convencerla.
-Tía, ese que tú y yo sabemos va a flipar cuando te vea vestida así.
-¿Tú crees?
-Seguro. Si no es que es tonto.
De vuelta a casa, la felicidad y los nervios vencerían al temor de la novedad y la ruptura.
-Sonia, ¿de verdad te gusta? No me mientas.
-Me encanta. Y tú sabes que no te mentiría. Soy tu amiga.
-Oye, estoy pensando… ¿qué zapatos me irían? porque la verdad es que tengo un armario de pena.
-¿Qué número usas?
-El treinta y nueve.
-Entonces me parece ese problema está solucionado. Oye, y ¿qué me dices de los complementos, pendientes, pulseras y esas cosas? ¿tienes algo?
-No sé, supongo que algo encontraré.
-Tengo una idea, ¿por qué no te vienes el viernes a mi casa y terminamos de maquearnos juntas? Será divertido.
- Vale, aunque tengo una idea mejor. Llévate tú el vestido y si quieres podemos quedar a las siete y media.
-OK. Nos vemos.
- Hablamos.
Al separarse Marta suplicaría a los hados para que su madre no la viese llegar a casa. Tendría suerte.
Al llegar, subiría a su habitación y buscaría la hucha, luego se sentaría con tranquilidad a leer una revista.
-Ah, ¡Qué bien! ¡Ya has venido! ¡A ver, qué has comprado!
Marta miraría a su madre a los ojos al entregarle el dinero.
- El caso es que… no he comprado nada.

           ---------------------------------------------------------------------------
Esta entrada está dedicada a… El destinario lo sabe.
Yo también.