jueves, 13 de noviembre de 2014

El amor nunca es suficiente



La infancia es una dictadura.
De hecho es una dictadura iniciada antes de nacer, porque el ADN determina las características físicas de toda nuestra vida y nuestra forma de envejecer, que sólo podremos maquillar.
En cuanto a los procesos psicológicos, no está claro en qué grado de definición se encuentran cuando abrimos los ojos, pero es seguro que las aptitudes vienen preinstaladas de fábrica.
Entonces nacemos.
En una época, en un continente, en un país, en una sociedad, en una clase económica, en una familia; todos y cada uno a su manera, con sus medios, nos condicionan, nos dominan, e intentan llevarnos al huerto. Las sutilezas dependen del quién, del dónde, del cómo y del cuándo. Los who y el how de los ingleses, que son muy sintéticos en estas cosas de la lengua.
Hasta que, creyendo que nadie nos domina, nos dominamos, e incorporamos a nuestros genes mentales exigencias externas justificadas en la moral y nuestro bien.
A partir de ese momento serán inviables todas las revoluciones.
Ya sé que la vida funciona así, y que las cosas no pueden ser de otra manera, y que somos seres sociales y que todo es interpretable, y que hay una cosa llamada punto de vista, y que bla, bla, bla.
Pero me estoy limitando a describir.
Así que, como iba diciendo, la infancia es una dictadura, pero no cualquier dictadura, porque en una al uso existen ciertos márgenes de actuación.
Por ejemplo, exiliarse.
¿Dónde se exiliaría un niño?
En casa de un amigo. Al salir del cole podría decirle a la madre de su amiguito:
-Mi mamá me ha dicho que hoy no puede venir a buscarme, que si puedo irme con vosotros.
El amiguito, encantado de poder compartir juegos y televisión y de tener alguien con quién hablar.
 -Sí, sí, por fa, mami,
La madre, incapaz de negarle semejante felicidad a su retoño.
-Vale, os prepararé algo especial para merendar, y después bajaremos al parque (si es que todavía existe eso).
En algún momento surgirá la pregunta inevitable.
-¿Vienen a por tí, o te llevamos a casa?
-Mmmm. Me parece que vendrán a buscarme.
Seguiría pasando el tiempo, la madre empezaría a pensar para sus adentros que los padres del niño son unos despreocupados (como poco) y, llegada la hora de la cena, sentarían al intruso en la mesa familiar.
Con los platos todavía por retirar, llamaría a la otra madre, con el resultado final de la vuelta del prófugo al punto de partida tras apenas unas horas.
Otra solución para escapar de las dictaduras es pasarse al enemigo, pero toda organización rebelde necesita de una intendencia, que en el caso que nos ocupa podríamos imaginar.
-Mi madre es tonta.
-La mía también.
-No pienso volver a mi casa. ¿Me dejas vivir contigo?
-Guai. Viviremos juntos, y dormiremos juntos. Y haremos guerras de almohadas. Y nos dormiremos tarde. Y  a lo mejor nos deja ir solos al cole.
¿Quién, tu madre?
-Claro
-Pero ¿no es tonta como la mía?
-Sí, pero yo creo que a mi madre le caes bien y si voy contigo, tendrá menos miedo y a lo mejor nos dejará ir solos.
Por supuesto, la resistencia terminará cuando vengan a buscarlo. O cuando una madre llame a otra madre, porque de todos es conocida la solidaridad existente entre las madres de los amigos.
La otra alternativa es acomodarse y adaptar el comportamiento a las exigencias del régimen, cosa que suele acabar sucediendo, con mayor o menor grado de rebeldía malgastada por el camino.
Pero las dictaduras a menudo envuelven su dura mano de hierro en suaves  guantes de seda a los que añaden sutiles métodos de infiltración.
Así que imaginemos.
Imaginemos una señora con la absoluta prioridad de lucir siempre perfecta. Nunca un pelo cambiado de sitio; jamás zapatos fuera del tono del bolso y los pendientes; siempre, cada complemento acomodado al estilo del vestuario; en todo lugar, espalda tiesa, caminar orgulloso de mostrarse al mundo.
¡Aquí estoy yo!
Nunca pensaríamos en ella sin maquillar, o en bata, o en pijama, porque estos aspectos solo se los permitiría en su casa, sin testigos indeseados, cuando no tuviera otro remedio.
O sí. Tal  vez pudiéramos imaginarla con un batín de seda haciendo la cena, o con un camisón de diseño entre sábanas de raso, con la mascarilla puesta.
En realidad, esto da lo mismo, porque lo que aquí nos interesa es otra cosa.
Sigamos.
Esta mujer tendría dos hijas, Marta y María. También podrían llamarse Pili y Mili, o Mortadelo y Filemón, o Epi y Blas en el caso de que fuesen hijos. Pero en nuestro caso serían chicas, que con los trapos y los lazos dan más de sí y colmarían el sueño de cualquier madre como la que nos ocupa.
Y se llamarían con los nombres citados.
Casi desde la cuna María, manifestaría ciertas tendencias.
-¿Toy guapa mami?
-Sí, mi niña, tas guapísima.
-¿Mami te gusta mi busa?
-Me encanta. Tas pesiosa. Ven, súbete a la silla y mírate en este espejo.
-Mami hoy voy de vede y no tengo laso vede.
-Esta tarde iremos a compraremos uno. ¿Me lo recordarás tú, cariño?
También casi desde la cuna, Marta sería diferente. No vamos a decir opuesta, sólo distinta. Le gustarían las zapatillas flexibles, las camisetas anchas, los pantalones adaptables; en definitiva, la comodidad de la ropa pensada para jugar. Las horquillas serían para ella objetos para perder, y las cintas elementos para olvidar siempre que resultaran incompatibles con los intereses lúdicos del momento.
-Mami no me guzta ezte veztido. Yo quiedo mallaz.
-Pero si estás monísima con él.
-Ya, pedo a mí me guztan loz pantalonez.
-Me gustaría saber por qué siempre quieres llevar la misma ropa.
-Podque sí. Poz fa, mami, de vezdaz, de vezdaz, mañana me pondé ezte vestido.
-No. Ayer dijiste lo mismo. Además, te pondrás esto porque lo digo yo, y vale.
Así continuaría la vida familiar, con estas pequeñas guerras domésticas que, en buena lógica, al principio ganaría siempre la madre, después casi siempre, en el siguiente paso casi nunca y al final, nunca.
Pero no adelantemos acontecimientos.
La mujer volvería de sus días de compras cargada de bolsas, pero la esencia del contenido variaría a lo largo del tiempo, como una manifestación más de sus frustraciones y sus orgullos, de los cambios en los comportamientos y las relaciones familiares.
En los inicios contendrían siempre dos elementos de cada modelo diferenciados por el tamaño; y a medida que la madre fuera aceptando los gustos de Marta y alejándose de ella, a medida que sólo la cara de María fuese el reflejo en el que anticipar la alegría de su vuelta a casa cargada de modelos, el contenido iría decantándose en la dirección que más placer le produjera personalmente.
 No de golpe, por supuesto.
Poquito a poquito. Por absorción continua. De la misma manera que variaría  el tono inicial de los comentarios a su retorno.
-¡¡¡Mirad lo que os traigo!!!
-¡¡¡A ver, mami, a ver!!!
-¡Mami! Estos sapatos son pesiosos.
-¿Verdad que sí?
-Puez a mi no me guztan.
-¿Pero cómo pueden no gustarte?
-Ademaz, yo quiedo unas depoztivas. Laz míaz están dotas.
-Bueno, pues ya te compraré unas, pero de momento te quedas con estos. Además, os he traído un montón de cosas, espera a verlas todas antes de protestar.
Hasta que sin poder expresarlo con palabras, a Marta le dolería en su pequeña alma la injusticia enorme de pensar distinto de su mamá. Sentiría las historias repetidas sin remedio, anhelaría ser como su hermana. No por nada, simplemente, porque todo sería más fácil y no pasaría la vida decepcionando a su madre.
Marta viviría estas cosas sin poder pensarlas y, en esta historia que estamos inventando, para escapar de lo que no quería sentir, un día abriría el enorme cajón de sus muñecos, abrazaría a su peluche preferido, se acuclillaría en el fondo y bajaría la tapa.
Después nunca sabría por qué había callado la primera vez que oyó que la llamaban. Las siguientes sí. En las siguientes se habría dejado llevar por el miedo, que aumentaría de manera proporcional a la elevación en el tono y la agudeza en la voz de su madre al pronunciar, primero, gritar, después, y chillar por último, su nombre.
-Marta, MARTA, Martita, Cariño, ¡Marta!, ¡¡Marta!!, ¡¡¡Marta!!!, ¡¡¡¡Martaaaaaa...!!!!!!!!!
Cuando por fin alguien abriera el baúl, la niña se acurrucaría aún más antes de que la sacasen de allí, con malos modos que disimularían alivios y rebajarían angustias, mientras continuaban los gritos.
-No sé qué voy a hacer contigo. ¿Se puede saber por qué has hecho esto? Es que no te entiendo. Siempre llamando la atención. ¿Qué vamos a hacer contigo? Cualquier día de esto me matarás de un disgusto.
Frases de impotencia, frases hechas. Para la madre.
Con el paso de los años, al evocar aquella tarde, Marta siempre recordaría, junto a su inseguridad y su miedo, que aquella fue la única vez en la que había visto a su madre con el rímel corrido.
Como a todos los niños, a Marta le gustaría escuchar conversaciones de los mayores de vez en cuando. Un poco por curiosidad, un poco porque, sin tenerlo estrictamente prohibido, sabría que no debía hacerlo. Serían conversaciones entendidas a medias, elementos por encajar como piezas escondidas de un puzle que tendría que continuar buscando.
Un día sería una charla con la abuela.
-Esta niña, cuidado que la compro cosas, que gasto tiempo buscando lo que creo que la pueda gustar, porque desde luego le dedico mucho más que a María, pero no hay manera, si por ella fuese llevaría siempre vaqueros, mallas, chándal y deportivas. Vamos que como chico no tendría precio.
-Pues hija, ¿qué más te da? No te compliques la vida, si le gusta, pues cómprala lo que prefiere, después de todo, ya tienes a María, que es idéntica a tí.
-Sí mamá, claro, tú siempre le das la razón pero yo es que no lo entiendo porque podría ir monísima.
-Pero si va monísima.
-Desde luego mamá, no sé si lo haces por llevarme la contraria o qué, pero no sé cómo puedes decir eso.
-Lo digo porque es verdad.
-Seguro, es que no puedo decirte nada de Marta porque siempre la defiendes.
-No, lo que pasa es que no todos vemos las cosas como tú.
-Vale, vale, mamá, ya te dejo, que tengo un montón de trastos por colocar y hacer la cena, y mira qué hora es.
Otro día, tal vez con algunos amigos venidos de visita.
-¡Ay! Os voy a enseñar la falda que le he comprado a María, bueno, mejor, le voy a decir que se la ponga y la veis, porque es que le queda ideal.
-¡María! ¡Ven por favor!
-¿Qué quieres mamá?
-Anda, ponte la falda nueva para que vean cómo te queda, pero ponte los zapatos de lazo y la blusa azul también que si no no es lo mismo.
-Jo mamá, estoy jugando con Marta.
-Anda cariño, será sólo un momento, después seguís jugando.
-¿No puedo  hacerlo luego?
-No, porque después nuestros amigos se irán.
-¡Bueno…!
Sería entonces, una vez instaladas las relaciones en nuevas seguridades, cuando alguien, tal vez la tía preferida, aparecería por sorpresa.
-Marta, tengo una cosa para ti. Anda, vamos a tu cuarto.
Y le daría a la niña un paquete que contuviera un precioso vestido blanco. No lo habría comprado por desconocimiento, ni porque quisiese jorobarla. Simplemente, lo habría visto y habría pensado en ella, y eso sería lo que le dijese a Marta, que se lo probaría con una sonrisa mientras esa misma tía preferida la contemplaría a través del espejo.
-Mi niña, estás guapísima. Anda, baja a enseñárselo a tu madre.
-Me da un poco de corte.
-¿Por qué? ¿No te gusta?
-Sí, me encanta, pero me veo rara.
-Bueno, eso es porque antes yo no te había regalado ningún maravilloso vestido de princesa. ¡Venga, dame un abrazo!
La madre la contemplaría admirada. Y sorprendida. Y haciéndose preguntas.
-¡Qué guapa! A ver, date la vuelta que te vea. ¡María! Ven. ¡Mira a tu hermana!.
-Jo, qué chuli, cómo me gusta.
-¿Dónde lo has comprado?
-En Zara.
-¿Había más?
- No lo sé. Supongo.
-María, ¿qué te parece si vamos mañana a buscar uno para tí?
En esta historia que estamos imaginando, el tiempo seguiría su curso. Podría pararse si quisiéramos, pero no va a ser así.
Un día, de golpe, la vida de Marta se volvería del revés cuando los pulsos le latieran con frenesí cada vez que un chico determinado apareciese a lo lejos por los pasillos del instituto.
Y le invitarían a una fiesta.
Y por primera vez sentiría la falta de contenido en su armario, porque todo se le habría quedado pequeño de golpe sin que hubiese cambiado de talla.
Y decidiría ir de tiendas.
-Mamá, me han invitado a una fiesta y no tengo nada que ponerme. Me gustaría comprarme algo.
-¡Por fin! Claro, hija. Y por supuesto que no puedes ir así a ninguna fiesta. ¿Cuándo quieres que vayamos? Yo mañana no puedo, pero pasado, tal vez…
-El caso es que había pensado que podría ir yo sola.
-Sola no, por favor, que eres capaz de comprar… de comprar… yo qué sé qué.
-La cosa es que, sola, sola, no iría. Iría con una amiga.
-¿Con qué amiga?
-Con Sonia.
-¿Con Sonia? Ah, en ese caso, bueno, porque la verdad es que esa niña es muy mona y tiene mucho estilo.
-¿Te parece bien entonces?
-Claro.
-Tendrás que darme dinero.
-Sí, sí, por supuesto.
En las tiendas Marta se volvería loca, porque le apetecería dar un giro de ciento ochenta grados a la vez que se vería incapaz de romper sus rutinas, adelantaría pensamientos ajenos, imaginaría preguntas sin encontrar respuestas. Y mientras cogería prendas, las soltaría, volvería a por ellas, y volvería a dejarlas sin decidirse por ninguna.
Pero finalmente encontraría un vestido. Su vestido. Le gustaría el modelo, el color, el estilo, a primera vista, antes de que Sonia acabara de convencerla.
-Tía, ese que tú y yo sabemos va a flipar cuando te vea vestida así.
-¿Tú crees?
-Seguro. Si no es que es tonto.
De vuelta a casa, la felicidad y los nervios vencerían al temor de la novedad y la ruptura.
-Sonia, ¿de verdad te gusta? No me mientas.
-Me encanta. Y tú sabes que no te mentiría. Soy tu amiga.
-Oye, estoy pensando… ¿qué zapatos me irían? porque la verdad es que tengo un armario de pena.
-¿Qué número usas?
-El treinta y nueve.
-Entonces me parece ese problema está solucionado. Oye, y ¿qué me dices de los complementos, pendientes, pulseras y esas cosas? ¿tienes algo?
-No sé, supongo que algo encontraré.
-Tengo una idea, ¿por qué no te vienes el viernes a mi casa y terminamos de maquearnos juntas? Será divertido.
- Vale, aunque tengo una idea mejor. Llévate tú el vestido y si quieres podemos quedar a las siete y media.
-OK. Nos vemos.
- Hablamos.
Al separarse Marta suplicaría a los hados para que su madre no la viese llegar a casa. Tendría suerte.
Al llegar, subiría a su habitación y buscaría la hucha, luego se sentaría con tranquilidad a leer una revista.
-Ah, ¡Qué bien! ¡Ya has venido! ¡A ver, qué has comprado!
Marta miraría a su madre a los ojos al entregarle el dinero.
- El caso es que… no he comprado nada.

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Esta entrada está dedicada a… El destinario lo sabe.
Yo también.