domingo, 24 de enero de 2016

Aventurillas

Guerra fría

Mi  hermana Fofi me ha hecho saber vía comentario en el blog que hister se escribe «hipster». Le doy las gracias por la información que corregiré cuando vuelva, pero me temo que no es el único error de estas entradas escritas con cansancio y con prisa por terminar e irme a dormir.

Hoy 5,5 grados centígrados y sin aire que corta el cutis, es decir, día con temperatura excelente en el que hemos podido prescindir de los guantes y del gorro.

Por la mañana hemos ido a Tuefelsberg, un destino no muy habitual entre los guiris de Berlín. Jorge lo había encontrado en Internet cuando andábamos planeando el viaje.

Es la colina más alta de la ciudad aunque sólo tiene ciento quince metros de altura, pero posee algunos detalles interesantes. El primero, que durante la época nazi estuvo allí instalada una escuela técnica militar, construida por Albert Speer, arquitecto favorito de Hitler y viejo conocido de Jorge y mío desde que hizo la monografía sobre La utilización política de los juegos olímpicos; el segundo, que al acabar la guerra quisieron destruir el edificio pero no pudieron debido a su resistencia, con lo que decidieron echarle encima todos los escombros de Berlín, que eran muchos después de los bombardeos, y como resultado crearon la colina; el tercero, que los americanos aprovecharon que aquella elevación de terreno quedaba dentro de su sector para crear la estación de escucha más grande durante la guerra fría.

El cuarto detalle interesante es que después plantaron un bosque con árboles de hojas caducas, y para allá que nos hemos ido. Siguiendo las indicaciones del GPS del teléfono de Jorge, por caminos nevados hemos llegado hasta arriba para encontrarnos con una valla o, mejor dicho, una doble valla.
La puerta estaba cerrada pero, puesto que habíamos llegado hasta allí no íbamos a rendirnos tan fácilmente y hemos decidido dar la vuelta por si encontrábamos alguna abertura. Al principio ha sido fácil, pero al llegar a la cara norte el camino era muy estrecho y estaba completamente helado, con un talud al otro lado. A Jorge le resultaba muy divertido ir patinando, pero yo, de natural patoso, lo he atravesado con el palo que me servía de apoyo, resbalando, sudando, jurando en arameo y agarrándome como una lapa a la valla con ambas manos.

Hemos conseguido dar la vuelta sin percances sin encontrar ningún punto de acceso. El viaje de vuelta ha sido muy relajado.

El estadio Olímpico estaba muy cerca y hemos aprovechado la oportunidad. Hemos llegado tarde a una visita guiada (en inglés, lo que no me hubiera servido de mucho) y hemos ido por libre, para descubrir  un campo de fútbol en silencio, sin gente y sin griterío, porque la única parte visitable era el espacio que se puede ver cualquier día de partido, o sea, el terreno de juego. Me he hecho una foto.
En los alrededores se encuentran el resto de instalaciones deportivas edificadas para los Juegos Olímpicos de 1936, lo que da una perspectiva de su tamaño y de la megalomanía de sus creadores.

Así nos han dado las tres de la tarde, hora española de comida, pero estábamos en Alemania. Sin idea fija hemos cogido, nos hemos bajado en Rosa de Luxemburgo y justo enfrente hemos encontrado un bar, escrito así, a nuestra manera, donde vendían hamburguesas.  Hemos cogido la ocasión por los pelos.

Después hemos montado en tranvía. Lo mismo que me gusta ver los ríos de las ciudades por donde paso, -por cierto, el de Berlín se llama Spree, no sé si lo había comentado ya-, procuro también subir a este medio de transporte cuando los lugares lo ponen a mi disposición. Como tenemos la tarjeta de transporte, nos hemos subido en la primera parada que hemos encontrado, hemos llegado hasta el final, hemos vuelto para atrás, nos hemos bajado donde nos ha parecido y hemos terminado en Alexanderplazt.

A las seis teníamos entradas reservadas para un concierto en el auditorio de la Filarmónica de Berlín. Resumo: proyección de película muda con texto en alemán y música en directo; el edificio magnífico, el auditorio aún más, la música estupenda, y la película, entendida sólo a trozos.
Aprovechando que la noche estaba serena y fresca pero no fría, hemos vuelto a casa por la calle de las embajadas que aloja los edificios que su nombre indica. Todas modernas, con menos de veintiséis años, menos la italiana, alojada en un edificio neoclásico que debe ser el único que quedó en pie después de la guerra.

Mañana último día. Postdam.

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