viernes, 4 de julio de 2014

Venerdì. Calor, mucho calor

Hoy ha sido un día de Sanpedros y miguelángeles.

Hemos iniciado el día en San Pedro Encadenado y el Moisés y, tras un buen paseo, un café y siete minutos de espera al sol hasta pasar el arco del escáner, llegábamos finalmente a la basílica del Vaticano, a la búsqueda de la Piedad y la cúpula.

En plaza del Popolo nos hemos dirigido a las dos iglesias gemelas primero y a Santa María del mismo nombre a continuación, para ver los dos caravaggios que allí se exponen: La conversión de san Pablo y el Martirio de San Pedro.

Normalmente cada capilla de las iglesias tienen una maquinita en la que, a cambio de un euro, se encienden las luces. Cuando he buscado no tenía ninguno, Luci tampoco, por lo que hemos debido esperar a que un alma caritativa sintiera compartiera nuestro interés.

En plaza Navona por fin hemos conseguido entrar en un templo que hasta ahora siempre habíamos encontrado cerrado y, tras nueva visita al Panteón, hemos subido la cuesta y las escaleras de la colina del Qurinale, sede de la presidencia de la república y desde allí hemos retornado al nido temporal.

Hoy tengo pocas ganas de pensar y menos aún de escribir, así que resumiré las anécdotas, impresiones y reflexiones de este día.

El Moisés no nos ha hablado, pero impresiona su expresividad, con las tablas de la ley recién entregadas por Dios firmemente sujetas baja el brazo derecho, la relajada colocación de su pierna izquierda y la mirada desafiante de alguien que se siente elegido y en posesión de la verdad.

Ha hecho calor. Mucho calor. Ha sido sin duda el día más caluroso desde nuestra llegada.

Entre las canciones escuchadas  a músicos callejeros he reconocido un bolero, música de Santana, por primera vez una canción italiana (Volaré) y algunas canciones mexicanas que me han pillado en mal momento, con hambre, asfixiada por la temperatura ambiente y esperando la comida, motivo por el cual no me estaba permitido salir corriendo en ese momento.

En general, las iglesias son bastante permisivas con la ropa de los visitantes, pero no lo son en El Vaticano. He visto cómo a una chica no le era permitida la entrada porque llevaba tirantes, motivo por el cual es muy práctico llevar siempre en el bolso un pañuelo fino o un fulard. Los venden por toda la ciudad.

Me he quemado. Primero fueron la frente y el ridículo (por pequeño) trozo del escote que dejaba al descubierto la camiseta. Y hoy, las piernas.

Delante de La Piedad, una señorita me ha dado un empujón; sin mirarme, ha pasado a primera fila, ha levantado el móvil, ha disparado y se ha ido.

La grandiosidad de la basílica y de sus detalles me han sugerido la idea de que los papas probablemente estaban convencidos de que irían al cielo tras, su muerte; pero por si acaso, se cuidaban muy mucho de vivir muy bien en la Tierra y de que quedara constancia eterna de su paso por ella.


Vamos, que más o menos, debían compartir las dudas comunes a todos los mortales.

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