viernes, 4 de julio de 2014

Giovedí. Gente, montones de gente

Esta mañana hemos cogido el autobús. Hemos sido ciudadanos civilizados y previamente habíamos comprado el billete, pero después no hemos podido validarlo porque ya en la estación de inicio ha subido tanta gente que alcanzar la máquina era imposible. Así que ahí está, tan mono en la cartera.

No me gustan los museos vaticanos o, mejor dicho, no me gusta su organización,  pensada para multitudes e ignorante de las personas. Son tan enormes que, para los que no somos VIP y encima vivimos lejos, ver tantas salas inmensas llenas de tesoros sólo puede crearnos ansiedad, provocada por la seguridad de que, hagamos lo que hagamos nos perderemos casi todo.

Y las colas. Colas, al sol de la mañana de Roma, para visitar a la basílica; colas para ir al baño y, aunque esta nos la hayamos ahorrado, -gracias, Internet-, colas para entrar a los museos. Colas. Y gente. Y más gente.

Una vez en el interior se hace imprescindible gastar su buen cuarto de hora para estudiarse el plano, y algo más de tiempo hasta decidir cómo deben interpretarse los datos. Después, armarse de paciencia e intentar acceder a los lugares de tal manera que no se coincida con uno de los múltiples grupos organizados que, siguiendo a su guía, entran, hacen la foto con el móvil o la tableta mientras y se marchan sin mirar lo que tienen ante sus ojos.

De esta manera puede disfrutarse de los mapas maravillosos de las regiones italianas, frescos localizados en la sala homónima alguno de los cuales se encuentra en periodo de restauración, o la sala de tapices de brillante colorido y perfecta conservación o, aprovechando los trozos que los visitantes van dejando libres, los fantásticos mosaicos de la época clásica que cubren el suelo, trasladados a lo largo de la historia desde los lugares de la ciudad en que fueron apareciendo.

 Guillermo me había dicho que no hay forma de conocer de antemano si las estancias de Rafael están abiertas o cerradas al público un día determinado, dado que pertenecen al ámbito privado del Vaticano. Hemos tenido suerte.
Vale la pena visitar las salas del Museo Etrusco por dos motivos, porque posee una fantástica colección de piezas, cerámicas y bronces sobre todo, y porque no hay apenas visitantes.

La Capilla Sixtina.

Por fortuna, al igual que en las estancias de Rafael, las pinturas se encuentran a una altura superior a la de las personas, por lo que pueden contemplarse a pesar del continuado montón de montones de gente que en ella se concentran.

Por lo demás, en el precio de la entrada están incluidas las continuas sugerencias e indicaciones del personal del museo obligando a continuar caminando, y sus indicaciones de silencio sobreponiéndose a los murmullos y las conversaciones de fondo, ayudándose del sonido grabado de un aparato cuando el tono de su voz queda sobrepasado por las circunstancias.

La audioguía, que en general resulta muy útil, sobre todo porque ayuda a elegir y dirigir la atención del visitante hacia lo fundamental, en la descripción del Juicio Final se pierde en una disquisición católico-filosófica que no termina nunca. Tal vez intenta poner de manifiesto la importancia fundamental de dividir al mundo en buenos y malos.

Tras semejante baño no deseado de multitudes necesitábamos un receso y ha llegado el momento de comprobar que no en todos los recuerdos de Roma mi memoria me estaba engañando.

La comida del autoservicio del Vaticano sigue siendo igual de mala que hace veintisiete años.

Prácticamente solos hemos recorrido el Museo de Carruajes y la pinacoteca. En el primero, a la entrada, han creado un pequeño espacio expositivo con los regalos futbolísticos recibidos por el papa Francisco I. Amén de otros objetos menos significativos, allí están las camisetas de las selecciones de Argentina e Italia firmadas por los jugadores y una foto de la misa compartida, entre ellos y con Su Santidad.
El resto del museo lo conforman uniformes de los palafraneros, arreos de las caballerías, palanquines, carrozas de viaje y paseo, dos papamóviles de Juan Pablo II y el coche de su atentando, dos Mercede y un automóvil similar al utilizado por Al Capone. No sé si se me olvida alguno.

En cuanto a la pinacoteca, de por más de cuatrocientas obras, allí están el Giotto, Caravaggio, Leonardo, Rafael y el Veronesse compartiendo pared con otros autores de menor nombradía.

Al salir, como la basílica ya había cerrado, un paseo  hacia el Castillo San'Angelo, pasando por el impresionante palacio sede de la Corte de Apelación y cruzando el río nos ha depositado en plaza Navona donde, sentados frente a la fuente he descubierto el Instituto Cervantes y su librería. En el Instituto, una exposición de pintura de Celso Varona.

En la librería, música de Gardel, muchos libros en español e italiano, algunos en inglés y, al final de la tienda, tres personas estudiando el léxico del español de Argentina con las letras de la mala vida de los tangos.
Por eso Gardel.

Después se ha cruzado con nosotros la heladería Giolitti, según mis hijos tan famosa en Roma que hasta los guardias de tráfico pueden dar indicación de su ubicación. Como con el helado de ayer ya tengo para una buena temporada, me he decidido por un frapuccino: café, chocolate, nata y virutas de chocolate amargo.

Camino ya del hotel hemos encontrado abierta la iglesia de San Marcelo, y a determinadas horas las iglesias en esta ciudad sólo se abren para los funerales o por algún otro motivo determinado y menos luctuoso.

Un concierto de órgano, tenor, soprano y mezzosoprano, -no necesariamente en este orden-, ha puesto el mejor final de los posibles a esta jornada.

Cuando he abandonado la iglesia podía caminar con más alegría.

No sé si la música, que amansa las fieras, amansa también el dolor de pies y de espalda provocados por el mucho caminar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario