viernes, 6 de septiembre de 2013

Tredicesimo giorno. No hay bien que cien años dure (ni bolsillo que lo soporte)



Jueves, 5 de septiembre

Día dedicado a Milán.

De mañanita, con la fresca, subida -andando- y paseo sobre los tejados del Duomo, desde donde hemos contemplado los de la ciudad y su skyline, hemos sido conscientes de la enormidad del tamaño de gárgolas, arbotantes y otros elementos cuando se les mira de cerca, y hemos descubierto perspectivas diferentes.

Después de saldar una vieja cuenta pendiente con un café en la Gallería Vittorio Emanuele, en la Pinacoteca de Brera nos han dado una guía en la que figuraban unas cuantas obras que no deberíamos perdernos.

Ya he aprendido que cuando se visita un museo de esta características hay que seleccionar A falta de otro criterio y mayor conocimiento, hemos decidido fiarnos de esa documentación, gracias a la cual no hemos terminado saturándonos de cuadros.

       A la salida hemos pensado en comprarnos un equipo ciclista de Gucci, pero hemos desistido porque no sabíamos cómo transportarlo hasta España. Bicicleta, 9.700; casco, 690; bidón, 70. Total: 10.460 euros.

A las cuatro teníamos entradas reservadas, desde antes de salir de España, para visitar La última cena, de Leonardo da Vinci, en Santa María de Gracia.

Cuando viví aquí la pintura no estaba restaurada; a cambio pude permitirme el lujo de contemplarla yo sola el tiempo que quise. Ahora las cosas han cambiado: la duración de las visitas es de un máximo de quince minutos y veinticinco personas cada vez.

Sin reservar es casi imposible conseguir una plaza para un día determinado.

La guía ha resultado fundamental para hacernos conocedores del significado de cada detalle; pero hubiera venido bien un ratito más con Jesús, Pedro, Tomás, Judas y compañía.

La iglesia fue destruida durante la Segunda Guerra Mundial, incluidas las tres paredes restantes de la sala en las que se encuentra la pintura, que sólo se salvó porque la bomba que explotó en el claustro se la encontró protegida con sacos de arena.

En este viaje hemos sabido de edificios que fueron destruidos por el fuego, las riadas, los aluviones, las guerras, los terremotos y hasta los rayos, como el que se llevó por delante el campanile de la catedral de Parma.

Después de las últimas compras familiares, un helado para Guillermo y un café para mí en el McDonald, nos hemos separado: él ha seguido rumbo hacia el hotel y yo a buscar la iglesia de San Ambrosio y el número que me interesaba de la casa en la que viví.

El santuario, porque recordaba que entonces me lo habían recomendado, pero no los motivos de la recomendación. Una vez allí mi memoria ha tenido a bien hacerme saber que no eran otros que el majestuoso claustro y el mosaico bizantino situado encima del altar.

También he encontrado el número. El nueve de la Via Carducci. Pero el estanco de al lado ha sido sustituido por un negocio, con cabina de rayos UVA y otros tratamientos de embellecimiento corporal.

Después de tanto paseo, después de tanto ajetreo, tras tantos días de iglesias, museos y otras actividades varias, el resto de la tarde lo hemos reservado como periodo de descompresión. Hotel, escritura, lectura, móvil (sólo Guillermo) y preparación del espíritu para la vuelta.

Vuelta a la que encuentros pendientes convertirán en importante.

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