lunes, 15 de septiembre de 2014

Gante (Gent)

9 de septiembre de 2014. Martes
Cuando era pequeña, en uno de aquellos libros de historia de la EGB, aprendí que “el emperador Carlos I de España y V de Alemania nació en Gante, en 1500”. En aquellos tiempos el mundo terminaba en Aranda, y por mi cabecita de niña modosa no pasaba la idea de que algún día mis pasos pudieran seguir los de un señor tan importante, que se estudiaba en los libros. Así que el nombre de esta ciudad forma parte de mi memoria histórica; muchos otros llegarían después.
Esa ha sido mi primera idea al llegar aquí, donde nos ha recibido un mastodonte municipal, un edificio formado por un tejado moderno de formas tradicionales apoyado sobre cuatro pilares.
Debajo, una banqueta y un piano de cola esperaban a cualquier transeúnte que quisiera, o supiera, sacar de sus cuerdas la música que almacena.
Hoy teníamos decidido de antemano hacia dónde nos dirigiríamos. En la catedral de san Babón se encuentra la obra de arte más importante de esta ciudad, La adoración del cordero místico, también conocido como El políptico de Gante, mano a mano realizado por los dos hermanos Van Eyck, sin que los especialistas hayan podido determinar qué partes de toda la composición pertenecen a Huber y cuáles son méritos de Jan, porque en la firma consta sólo el apellido.
Como toda creación con muchos años, han sido cuantiosos y variados los avatares que la pintura ha sufrido; aún hoy continúa desaparecida una de sus doce tablas originales, sustituida por una copia, lo que permite a los profanos contemplar la totalidad de su grandeza. Es posible que los especialistas en arte difieran de esta última opinión.
En su última aventura conocida, La adoración compartió suerte con La madonna de Brujas; ambas fueron saqueadas durante la Segunda Guerra Mundial, y las dos fueron encontradas en una mina de sal, siendo su recuperación el argumento, muchos años después, de Monument men.
De eso hablaba la pareja argentina con la que coincidimos en nuestra visita a la escultura de Miguel Ángel, de la trivialidad de su resultado partiendo de una historia real tan interesante. Mientras les escuchaba, emitía para mis adentros mi conformidad con su juicio, pero (me decía yo) en la película aparecen un chico guapo y Matt Damon.
Cuando planeamos este viaje Guillermo no quería incluir Gante en nuestro itinerario, creyendo (con razón) que yo pretendía seguir los pasos que el cine me había sugerido. Tras contemplar maravillado La adoración del cordero místico, me parece que ha cambiado de opinión.
Por supuesto, en estas tierras de campanarios sonoros, también aquí había uno. Y también hemos subido, aunque aprovechando la excusa de mi tobillo hemos hecho trampas y, por primera vez en nuestras múltiples elevaciones a las alturas, hemos utilizado el ascensor. Por el camino nos hemos encontrado con otro tambor de otro carillón y con una enorme campana, sustituta de otra de nombre Triomphante y a su vez sucesora de la famosa Roland, símbolo de la ciudad, que Carlos V mandó destruir tras su reconquista. 
En la Oficina de Turismo nos han propuesto un recorrido por los lugares y rincones emblemáticos.
Hemos aceptado la sugerencia, y hemos comenzando por el céntrico castillo-fortaleza, residuo del poderío histórico de los condes, sede en su momento del Consejo de Flandes y actual museo. Desde sus atalayas hemos contemplado la ciudad extendiéndose en el horizonte, y en el interior austeras y nobles salas de piedra desnuda, un altar, una antigua cárcel, un pozo de los condenados, una grimosa muestra de elementos y prácticas de tortura y una exposición de armas antiguas, algunas tan trabajadas y objetivamente bellas que sin duda formaban parte del traje de domingo que los señores llevaban a las guerras.
Después de reponer fuerzas en una preciosa plaza, sede oficial de ejecuciones públicas en el pasado, hemos continuado con el itinerario previsto, descubriendo recoletos rincones de aguas, piedras y árboles, calles adoquinadas en las que mi tobillo protestaba, cafés colmados de turistas tomando cerveza, y piedras centenarias que recuerdan pasados esplendores.
Todavía nos esperaba una última sorpresa antes de abandonar la ciudad.
Nuestro tren partía de la última vía, situada a una altura considerable del pavimento, y por tanto con una vasta vista sobre los alrededores. Entreteniendo la espera, desde allí hemos avistado un enorme aparcamiento disuasorio. Pero no eran coches los que allí esperaban a sus dueños.
Eran bicicletas.

Miles de bicicletas.

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