jueves, 21 de noviembre de 2013

Madrid vive siempre



Mercedes, porque te encantan las excursiones a Madrid, porque conozco tus deseos de los últimos tiempos de ser una joven jubilata y porque ayer fui consciente de que en el centro de la capital los bares, los restaurantes, las tiendas, las compras, los paseantes y la vida están, como el mar, en continuo vaivén, te dediqué muchos pensamientos a lo largo de la mañana.

Y te dedico esta entrada.

Sabes que hasta mañana, en esta semana mi única obligación exterior hasta hoy consistía en asistir a clase; clases que me premiaron el lunes con una puesta de sol de cielo velazqueño vislumbrado a través de una pequeña ventana que me pillaba de espaldas, lo que me dificultaba su contemplación durante el breve tiempo que duró.

El martes Jorge debía visitar una exposición en la Fundación Telefónica y allá que nos dirigimos de mañanita, sin haber madrugado demasiado.

Descubrimos el edificio de siempre, con una nueva cara interior, un ascensor tan grande que crea conflictos de conciencia al ser utilizado sólo para dos, y una escalera por la que decidí que bajaríamos para disfrutar su perspectiva completa.

Ryoji Ikeda el nombre del autor y Data-path el título de la muestra. Un pasillo de veinte metros de largo, paredes laterales constituidas por dos pantallas, y otra más a la entrada, sincronizadas todas en los efectos. Antes de llegar, aviso de que el espectador se vería sometido a efectos estroboscópicos y música a volumen elevado.

Este artista utiliza elementos matemáticos para componer tanto la música como el contenido de sus exposiciones. La presentación era breve, cinco minutos escasos.

Se iniciaba con puntos en movimiento que me sugerían el Universo y sus fuerzas de choche: continuaba con números encerrados en pequeños cuadrados que me recordaban el tráfico de datos en el interior de los ordenadores, incluyendo las pantallas de desfragmentación de discos. Para finalizar líneas tan largas como la pared, rodeadas completamente de números, cambiaban de grosor y aumentaban en cantidad hasta ocupar todo el espacio, mientras el propio movimiento era responsable del cambio en la intensidad de la luz.

Cada pantalla aceleraba en sincronía con la música hasta un punto en el que sólo podía esperarse que todo terminase.

Entonces llegaban el silencio y la pantalla plana, con sólo una línea horizontal fija y otra que, desde el fondo del pasillo, se dirigía a la salida. Encefalograma plano.

Tras un café en una terraza de la calle Fuencarral que me sirvió para comprender que los negocios están tomados por las franquicias, volvimos al mismo lugar para ver otra exposición que yo había estado decidida a visitar hacía tiempo, que había olvidado, y que recordé cuando miramos el directorio al entrar.

Terry O’Neill, con su cámara de 35 milímetros ha retratado a la mayoría de la gente que, sobre todo en Estados Unidos y el Reino Unido, ha significado algo desde mediados del siglo XX.

En la Fundación Telefónica estaban algunos de aquellos retratos, de las décadas 60 y 70 la mayoría; en blanco y negro casi todos; reflejo de momentos de descanso de rodajes de películas varios.

Entre muchos más, Beatles y Rolling Stone cuando aún eran desconocidos para el mundo y ni ellos podían soñar en su revolución; Orson Welles tan orondo como siempre y con su puro de siempre; Brigite Bardot con la pertinente margarita enganchada en la melena como símbolo de la época en la que se nos permitió soñar por última vez; Paul Newman con su belleza, Roberd Reford con sus pecas y su pelo rubio y ambos con su atractivo; Mohamed Alí en su época de ídolo, cuando el párkinson aún no amenazaba su musculoso cuerpo; Churchill, tan mayor que debía ser transportado en una silla de madera por una tribu de asistentes que gracias a ello salieron en la foto.

Y entre tanta gente guapa Nelson Mandela, ya viejito, y la más joven de todos, por la época de la foto (2008) y porque ya no tendrá tiempo para envejecer: Amy Whinehouse, en blanco y negro, en un primer plano, con ojos que miraban con decisión al objetivo, pero que no encontraron la misma decisión para enfrentar a la vida.

Después de comprar las zapatillas más fosforitas que he visto en mi vida, nos dirigimos andando a la Plaza Mayor, donde llegué a la conclusión de que si ayer hubiera sido yo una turista en Madrid, me habría enfadado muchísimo contemplar semejante belleza afeada por las de vallas de las casetas para el mercadillo de la Navidad a medio montar. No hubo relaxing cup of café con leche.

Salimos de allí por el Mercado de San Miguel y, tras descubrir cómo le sienta a la plaza de Ópera la peatonalización, tras tanto paseo, con el hambre ascendiendo por el esófago y antes de dirigirnos cada uno a su menester correspondiente, degustamos en Ginos unas penne alla arrabiata.

Y a fe de Dios que rabiaban.

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