martes, 4 de junio de 2013

La mirada cambia el paisaje



Mi padre tenía una viña. Bueno, tenía más; pero yo sólo quiero hablar de esta, situada en los pagos (así dicen por aquella tierra) de Consuelo.
Como mandan los cánones, o más bien la naturaleza, todos los años debíamos vendimiarla. En este menester nos limitábamos a ir, cortar las uvas y echarlas en la cesta que, una vez llena, volcábamos al cesto correspondiente. Cuando el último racimo caía en el sitio que le tocaba en suerte, recogíamos los trastos y nos marchábamos.
Algún año, si la hora acompañaba y las circunstancias se prestaban, también almorzábamos.
Después, mi padre vendió la viña y yo me alegré porque quedé liberada de trabajar duramente el doce de octubre en los años sucesivos.
Una vez sin obligaciones, volví a aquellos lares, paseando en compañía, no recuerdo cuánto tiempo después, un día de Semana Santa.
Y, aparte de confirmar que las cepas continuaban donde las habíamos dejado, desde aquel lugar habitual en tantos días míos, divisé por vez primera un horizonte nuevo. Al Norte, la Sierra de La Demanda; por el Sur, las estribaciones de Somosierra; en medio, colinas y llanuras infinitas de árido paisaje castellano.
Mi comentario fue obvio.
Más cerca del presente, en uno de estos últimos fines de semana surgió, con distintas amigas, por diversos motivos y en circunstancias diferentes, un mismo tema de debate.
Bien porque se trataba de una conversación telefónica, o porque nos lo impedían las músicas encontradas de la feria a volúmenes imposibles, el frío que nos atería y los gritos de pantallas y seguidores futboleros, en ninguno de los casos llegamos a profundizar en un tema que pedía a gritos mayor dedicación.
¿Qué pasa cuando sentimos que alguien nos ha decepcionado? Esta era la cuestión a dirimir.
Somos humanos e imperfectos. Consecuencia de esperanzas subjetivas, relativas y, siempre, equivocadas, decepcionamos y somos decepcionados. Los papeles nunca son intercambiables es estos casos, porque uno actúa y el otro siente.
Para terminar de complicar la historia, tanto la interpretación como el sentimiento son exclusivos del decepcionado. Y ambos pueden estar equivocados.
Pero eso, en realidad, no cambia nada.
En aquellos intercambios de opiniones de que antes hablaba, establecimos que el tamaño (del desencanto), el cómo, el quién, los porqués y los matices, determinan la aparición –o no- de consecuencias, y  su profundidad.
Pero nuestro tema de conversación eran, sólo, las desilusiones pequeñas. Y, a bote pronto, se distinguían dos posiciones.
La primera proponía, llegado el caso, incorporar a la saca la nueva experiencia y seguir la relación como siempre.
Recoger todas las cosechas y aprender (para el futuro) con cada vendimia.
Por el contrario, la segunda argumentación entendía que el elemento decepcionado varía su interpretación sobre el otro, se adapta y –aunque el cambio pueda ser muy sutil-  modifica el comportamiento y espera, busca ¿y encuentra? a partir de ese momento, hechos diferentes.
Que, también en este caso, la mirada cambia el paisaje.

1 comentario:

  1. No sé si sabes que tu frase "La mirada cambia el paisaje"
    es similar, con pequeños matices, a la que Marcel Proust lanzó tiempos atrás: "El verdadero viaje del descubrimiento no consiste en cambiar el paisaje, sino en cambiar la mirada”.

    En cuanto a las decepciones creo que se producen porque ponemos demasiada carga emocional, expectativas, ilusiones, en los otros. Si no esperas nada del otro, lo que te de será como un regalo. Ahí vamos, intentando crecer, aprender, respirar.

    Besos

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