lunes, 1 de abril de 2013

Principios



María: si el final de esta historia consigue arrancarte una sonrisa, será mi recompensa.


Eva compartía nombre y el ADN mitocondrial con la primera mujer de la historia; pero no había sido creada por Dios en el paraíso el séptimo día para compartir la soledad de un hombre, sino que era la hija normal de un polvo nacida a las cuarenta semanas.
En contrapartida, su proceso de maduración duró muchos años y se produjo sin un modelo claro, ni nadie que le sirviera como referente para todo lo que no comprendía.
Su infancia fue la de una niña buena boba de la que su currículum no registró ni un triste accidente infantil, y desconoce si tuvo ángel de la guarda porque jamás necesitó poner a prueba al suyo. Desde una época temprana supo que los demás no compartirían su mundo. Así, por comodidad y falta de recursos, aprendió a acomodar sus actos a los gustos ajenos
Intuyó muy pronto cómo funcionaban algunas cosas que no le gustaban, pero como nadie le iba a dar explicaciones decidió archivarlas en algún lugar recóndito, donde no dieran mucho la lata. Eva sigue recordando cómo, cuando alguna vez escuchó valoraciones negativas referidas a sus silencios y a su aparente indiferencia, se comió la rabia y siguió en su mundo.
Entre la maraña de su memoria asoman las raras ocasiones en que tuvo la osadía de proponer ideas beneficiosas para todos, pero siempre acaba con la impresión de que aquellas iniciativas se hicieron realidad no por insistencia suya, sino porque alguien con un mayor ascendiente lo consideró oportuno a posteriori.
Así creció, vivió y aprendió Eva. Entre silencios y síes se acomodaba dedicando el tiempo libre a cosas que sólo a ella le interesaban. Eligió el camino fácil de hacer lo que le indicaban y dejarse llevar y, cuando no existían órdenes directas o rutinas establecidas, dejó de hacer.
Aprendió a no valorar su vida y a olvidarse de las preguntas. Aprendió a interpretar las circunstancias en función de sus miedos.
Su persona se fue ampliando con numerosos adjetivos  que se le quedaban pegados a la piel mientras se adaptaba a las nuevas definiciones. Y cuando, en medio de un ataque de  mal humor, intuía que algo no iba bien, soñaba despierta esperando que amainara el temporal.
A pesar de no haber frecuentado nunca clases de teatro, Eva interpretó numerosos papeles y fue una estupenda actriz.
Hasta que una crisis repentina se llevó para siempre la agridulce sensación de normalidad.
A partir de ese momento, dudó. Y se preguntó. Se preguntó, sobre todo, sobre sí misma.
Y descubrió que ninguna de las respuestas obvias le servía; es más, descubrió que las más obvias eran las que menos le servían.
Entonces enloqueció. Y habló, habló y habló de todos los temas con cualquiera que estuviera dispuesto a devolverle algo interesante. Consigo misma, con las mismas gentes de siempre y con otras que nunca hubiera imaginado.
Sintió vértigo y miedo de las respuestas, pero continuó. Puso distancias. Tuvo claro qué cosas ya no ocuparían su tiempo. Decidió hasta dónde estaba dispuesta a llegar.
Durante todos esos meses de conversaciones y soliloquio, Eva había olvidado el poder de los hábitos prolongados.
Fue entonces cuando sonó su teléfono. Una breve conversación.
Sí, sí, vale, vale, de acuerdo…
Mientras se llamaba GILIPOLLAS sintió la rabia infinita ascendiendo por el esófago.

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