miércoles, 11 de mayo de 2016

Los molinos. El molino. Mi molino

Hoy he echado de menos a mi padre.

Escuchando las canciones con las que siempre lo recuerdo hoy lo he echado de menos; a él y a tantas cosas perdidas con el pasado.

Después he rescatado un texto.

Si obviamos el corto y pego, convendremos en que las palabras escritas tienen la virtud de la permanencia, aunque ello no implique significado único. El transcurso del tiempo, los volátiles estados de ánimo o nuevas experiencias cambiarán las implicaciones del mismo texto leído o releído.

El rescate que ahora presento lo escribí como un ejercicio para el curso que frecuenté en 2014. Su título completo era Escritura y autoconocimiento. Lo impartía un psiquiatra.

Al leerlo en clase tuve una fuerte sensación de que al profesor le desconcertaba la última frase, pero se quedó sólo en eso, en una sensación, porque él nunca nos daba las respuestas. Como buen psiquiatra, nos mostraba caminos por los que indagar.

Su reacción me condujo a su vez a preguntarme si me había pasado; cuando escribo transito siempre entre la amplitud de la polisemia y los límites de la autocensura. Pedí opinión a dos personas: a una le parecía un final estupendo y la otra convino en que sí era excesivo. Tampoco aquello aclaraba nada, por lo que puse el texto a dormir en una carpeta virtual.

Hasta hoy. He vuelto a leerlo  y he decidido publicarlo como en su momento lo escribí.

Va por ti, Orejas.

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Ya no existen los molinos, no en el sentido originario de la palabra; si acaso algunos quedan vacíos de contenido, esparcidos por La Mancha como recuerdo de otros tiempos; o quizás podamos encontrar  restos de sus aparejos y de su arquitectura en hoteles y casas rurales reconvertidos, que nos ofrecen descanso y el intento inútil de recuperación de una parte del mundo que se fue.

Aquellos viejos molinos tenían el infinito en el movimiento sin traslación de las aspas y de las muelas, en los círculos de sus giros empujados por el aire o el agua.

En mi familia siempre existió El Molino, así, con un artículo determinado que lo personalizaba. Y sobre él he construido mi molino,  con los cimientos de certezas imaginadas, porque el verdadero se hundió en épocas que no abarcan mis recuerdos más allá de piedras caídas, y de zarzas que nos pinchaban las piernas mientras jugábamos y recogíamos las  avellanas.

Sólo a través de memorias ajenas he sabido que yo sí pasé algunas noches y días de mi primerísima infancia entre trigo, harina y enseres de la molienda, entre los múltiples tíos y primos de una familia numerosa. Una de las pocas verdades reconvertidas por las que me sentí diferente, única y privilegiada.

También a través de recuerdos de otros he conocido el aislamiento de la vida en un lugar situado en medio de ningún sitio, he imaginado las complicaciones cotidianas cuando el río se desbordaba, he mitificado el largo camino necesario para llegar a cualquier lugar, he absorbido la miseria y las miserias, los egoísmos y los heroísmos de gente anónima en los difíciles tiempos de una guerra no vivida.

Por todo mi recorrido puedo rescatar recuerdos de El Molino.

Y de mi molino, que es añoranza de infancia y de inocencia, y una penúltima tarde de verano y charla tranquila a la sombra de un patio con punzante consciencia del fin.

Mi molino es el ruido de fondo de mi vida, nostalgia y cimientos, otras vidas hechas propias, viejas fotografías que pierden colores y ganan intensidad.

Mi molino es mi padre.

2 comentarios:

  1. Hola Pe:
    No creo que pueda existir un molino mejor que el tuyo.
    Cuando era pequeña e iba con papa a coger avellanas, como tú años antes, fantaseaba con la idea de haber pasado tiempo en ese molino imaginario y romántico para mí.
    Besos

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