miércoles, 14 de diciembre de 2011

La carta del premio

La carta que figura a continuación fue merecedora del segundo premio en el concurso Carta a mi padre, convocada por la cooperativa Covibar, de Rivas Vaciamadrid, edición 2011.
Ellos la van a publicar de todas maneras, porque era una de las bases del concurso. Y, como este es mi blog, es mi carta, es mi premio, y es mi padre, he decidido adelantarme.
Me llama la atención que, de la gente que hasta el momento conoce su contenido, la gran mayoría de los que no son mi familia ni mis amigos, me dan las gracias por dejársela leer. Nunca lo hubiese esperado y, al hilo de este hecho, se me ocurre:
1.              Es más personal de lo que yo creía.
2.              He sido capaz de expresar actitudes o sentimientos que mucha gente comparte.
Para ver la carta, pincha justo debajo, en el enlace "más información". 


Carta a un padre
 Hola papa, Orejas, Honorio, viejillo: cuatro nombres diferentes, cuatro estados de ánimo y una sola persona. Eres “papa” en las relaciones diarias padre – hija; eres “Orejas” en el cachondeo; eres “Honorio” en la referencia con terceros; y eres “viejillo” con toda la ternura del mundo.
Siempre dijeron que me parecía a ti. De hecho me llamaban Molinera porque este había sido el oficio de tus padres y con este apodo era conocida tu familia. En Peñaranda nadie sabía quién era yo, pero todos me relacionaban contigo.
Este concurso es una excusa para decirte algo que, probablemente, de otra manera nunca te contaría. Mi madre dice que soy la menos habladora de todas las hermanas. Ello se debe, tal vez, a que las relaciones directas nunca se me dieron bien como consecuencia quizás, de las odiosas comparaciones infantiles; pero, al escribir, soy yo frente al papel. Es menos directo y no tiene posibilidad de réplica: a cambio puedo decir exactamente lo que quiero y decirlo como deseo.
¿Por dónde empezar? Tal vez dándote las gracias por valores y actitudes que has transmitido a lo largo de tus ochenta años, aunque haga ya mucho, mucho tiempo que no convivimos salvo escasas semanas al año. Me has transmitido tu capacidad para ver lo positivo de casi cualquier situación que la vida nos presente; para intentar ponerte siempre en el lugar del otro; tu saber valorar a la gente que importa; el aprecio por valores que deberían ser eternos y no ponerse en duda ni siquiera en estos tiempos relativistas –son pocos, pero importantes-: el respeto por las personas, la disposición a ayudar y la curiosidad positiva; tu gusto por la música, cuando solo teníamos la vieja radio mastodóntica y las canciones que nos cantabas mientras hacías cestos en las largas noches de los entonces más fríos inviernos castellanos.
Pienso ahora en ti y pienso en los primeros recuerdos de mi infancia que se corresponden con los de tu juventud avanzada, pero que probablemente no interpretemos de la misma manera: veo una casa enorme sin calefacción, calles sin iluminar, ausencia de juguetes, ropa que no se correspondía con el clima, una única escuela (en la que también pasábamos frío) con una única maestra y una sola clase donde estábamos desde primero a octavo –lo que ciertamente tenía algunas ventajas, aunque también inconvenientes, para qué negarlo-. Pienso en las odiadas matanzas, cuando me metía debajo de la cama para no oír chillar al cochino mientras lo matabais. Y en cuando había que ir a sarmentar por las tarde hacia los meses de febrero o marzo.
Pero también veo esas mismas calles llenas de niños jugando hasta bien entrada la noche (cuando las madres venían, dando voces, llamando cada una a sus hijos); recuerdo la alegría de los veranos con el pueblo lleno de gente y la tristeza que producía su marcha cuando llegaba septiembre; las fiestas de Alcoba en bicicleta; los paseos a Peñaranda toda la panda, cuando recorrer dos kilómetros y medio nos podía llevar, tranquilamente, dos horas y media; la sensación de libertad absoluta los tres días que duraban las fiestas en San Roque, en los que no había horarios ni obligaciones de ningún tipo, en contraste con el resto del año. Todo esto pude disfrutarlo porque siempre confiaste en nosotros y nos diste muchísima libertad: recuerdo tu vieja teoría de que “lo que pueden hacer a las tres de la mañana, lo pueden hacer igualmente a las tres de la tarde”.
Recuerdo esa misma casa siempre llena de gente que, como recuerdo, forman parte de nosotros: los de “la Delfi” (que eran unos cuantos), la tía Consuelo y el tío Celestino, el abuelo, la abuela siempre con su hermana, la tía Esperanza ¿recuerdas que se murieron con un mes de diferencia? Y, por supuesto, mi madre, los cuatro hermanos (qué gozada, para los hijos, la familia numerosa y cuántas anécdotas) y tú siempre presente, aunque no fuera físicamente.
Jamás nos pusiste la mano encima en aquellos tiempos: sólo necesitabas mirarnos para que supiésemos que estábamos castigados. Y también conocíamos de antemano cuál iba a ser el castigo, así que sobraban las palabras.  
En verano nunca estabas en casa: en el campo trabajando y los pocas horas restantes, durmiendo. Pero el invierno era otra cosa. Siempre se te dio bien la amistad, aunque con el trascurso de los años hayas tenido que adaptarte a las ausencias. En mi más lejana infancia, era con el tío Tomás con quien pasabas horas en la bodega, cuando ibais a por vino, con un arenque para merendar y la perra, Chari, hasta que mi madre cabreada nos mandaba a buscaros.
Después fue Desi, su bondad, su mala suerte y sus almuerzos y meriendas que terminaban invariablemente de la misma manera: cantando jañas. Siempre me gustó oíros y creo que por eso yo también canto ahora incluso cuando estoy triste, y aunque canto mal (a veces pienso que lo único que no podré perdonarte es no haber heredado tus dotes para este arte).
Llegó mi adolescencia, me vine a Madrid, me hice mayor de golpe y, como casi todo el mundo, viví mi juventud más preocupada por otras relaciones que por las familiares. Y entonces, en 1984, hubo un punto de inflexión cuando tú antepusiste la preocupación por el bienestar de una hija a todas las consideraciones sociales: entonces supe que, pasara lo que pasara, siempre estarías de nuestro lado y, sin que lo supieras, te sentí muy cerca.
Nuestras vidas siguieron su rumbo, yo tuve dos hijos y tú dos nietos más: a lo largo de estos años he visto cómo has sabido siempre callarte cuando creías que debías callar, te he visto tirarte al suelo con ellos (cuando aún podías y ellos querían) para jugar, te has alegrado con sus éxitos, los has esperado con alegría cuando llegaban las vacaciones y podías tenerlos en tu casa, y creo que has sido un abuelo implicado y feliz. Nuestros caminos han continuado convergiendo.
Ahora veo cerca un cambio inexorable en nuestra relación y me pregunto acerca del después: espero que también me hayas enseñado algo de tu tranquilidad en los momentos difíciles. Y, cuando me pinten bastos, continuaremos unidos mientras en cualquier medio, espacio o tiempo pueda yo escuchar el sonido melancólico de una habanera. Con permiso del alzheimer.

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