Una tarde de principios de este verano, en uno de
los múltiples diales del Canal Plus, habían programado la película Una mente maravillosa. Jorge quería
verla y yo quería cambiar de dial. Porque ya la había disfrutado cuando la
estrenaron, y porque sabía que me engancharía a ella y me quedaría sin siesta.
La vimos.
La historia, conocida, se basa a grandes rasgos en
la biografía de John Forbes Nash, americano de Bluefield, proyecto de ingeniero
químico en la Universidad Carnegie Mellon y doctor real en matemáticas por Princenton,
(la única línea de la carta de recomendación rezaba “este hombre es un genio”),
trabajador en las fuerzas aéreas norteamericanas y profesor, arquitecto
fundamental de la teoría de juegos, Premio Nobel de Economía en 1994.
Y esquizofrénico.
Llenó de ecuaciones imposibles pizarras, papeles y
paredes; se creyó perseguido hasta llegar a pedir asilo político en Europa;
estuvo internado en diversas ocasiones, en las que no le ahorraron ninguna de
las terapias que los protocolos de la época indicaban para este tipo de
enfermedades.
Pero, en algún momento de su biografía, abandonó todo
tipo de ayuda, asumió que determinadas historias sólo estaban en su mente y,
por sí mismo, aprendió a convivir con fantasmas que aún siguen acompañándolo. Si
lo pensamos bien, un final bien parecido al de casi todos.
Volvió a ganarse el respeto y la admiración del
mundo.
Siempre me ha parecido que algunos tipos de enfermos
mentales viven en un mundo hecho y organizado con patrones a la medida de los otros.
Terrible problema en un lugar que no se adapta a la realidad de minorías
constituidas por un solo individuo: porque cada esquizofrénico es único en sus
visiones.
No es un caso aislado el de John Nash.
Existen muchas mentes locamente maravillosas, históricas
y actuales, lejanas, cercanas o vecinas, que nos demuestran que genio y locura son
dos extremos de una misma madeja que en ocasiones se acorta peligrosamente.
Una noche, de otro día, también de este verano,
estaba cenando sola; para no aburrirme, encendí la televisión buscando pasar el
tiempo y me encontré con Alas de mariposa.
Aunque sabía de su existencia, no había visto esta
película, y el acto de recoger los pocos trastos de la cena tuvo que esperar
hasta que los créditos empezaron a desfilar por la pantalla.
En Wikipedia
está el resumen completo, final incluido.
Yo no lo repetiré. Añadiré en cambio que, mientras
disfrutaba de mi frugal cena, entre bocado y bocado contemplé el drama de tres
personas: un matrimonio y su hija de unos seis o siete años.
Un hombre tierno y comprensivo, incapaz sin embargo
de transmitir su cercanía ni sus sentimientos a ninguna de las dos. Una niña que,
como todos los niños, sólo deseaba sentirse amada por su padre y por su madre; por
ser ella, y por ser su hija. Una mujer ama de casa, fría y distante,
obsesionada -hasta conseguirlo- con la idea de dar un hijo varón a su marido.
Algún día, cuando nos olvidemos de lo correcto para
interesarnos por todos los aspectos de lo real, tendremos que ponernos serios y
estudiar de forma concienzuda cómo las mujeres han contribuido a transmitir comportamientos
y actitudes machistas en historias recientes y en la Historia no tan lejana.
Sólo entonces podremos dar respuesta veraz a los
porqués.
Mientras tanto, aquella noche, yo sólo me recreaba
en una historia ajena, identificándome con la niña sin comprender a la madre.
Cuando la película terminó, no supe decidir por qué no me resultaba creíble.
Un rato después supe que el problema era el
desenlace.
Me resultaba inconcebible que dos meros actos
simbólicos (acariciar una tripa muy al principio de su embarazo, y empezar a
preparar un biberón para el nieto -o la nieta- aún no nacido), pudieran borrar
de un plumazo, de las vidas de una madre y su hija, tantos años de
incomunicación sin tregua, buscada y ejercida.
Como expresión de sus propios sentimientos, la niña
pintaba alas de mariposas.
De brillantes colores en el inicio, oscureciéndose a
medida que el drama de su vida se agudizaba, las alas de estos lepidópteros, tan
bellas, tan variadas, tan diferentes, tan finas, tan sutiles, tan delicadas y
tan etéreas, opino que son una perfecta metáfora de la fragilidad de las
relaciones humanas, que la película pone de manifiesto.
Fragilidad en las relaciones comparable a la
fragilidad de la mente. A la fragilidad en la vida.
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