Jueves, 5 de septiembre
Día dedicado a Milán.
De mañanita, con la fresca,
subida -andando- y paseo sobre los tejados del Duomo, desde donde hemos
contemplado los de la ciudad y su skyline,
hemos sido conscientes de la enormidad del tamaño de gárgolas, arbotantes y
otros elementos cuando se les mira de cerca, y hemos descubierto perspectivas
diferentes.
Después de saldar una vieja
cuenta pendiente con un café en la Gallería
Vittorio Emanuele, en la Pinacoteca de Brera nos han dado una guía en la
que figuraban unas cuantas obras que no deberíamos perdernos.
Ya he aprendido que cuando se
visita un museo de esta características hay que seleccionar A falta de otro
criterio y mayor conocimiento, hemos decidido fiarnos de esa documentación, gracias
a la cual no hemos terminado saturándonos de cuadros.
A la salida hemos pensado en comprarnos un equipo ciclista de Gucci, pero hemos desistido porque no sabíamos cómo transportarlo hasta España. Bicicleta, 9.700; casco, 690; bidón, 70. Total: 10.460 euros.
A las cuatro teníamos entradas
reservadas, desde antes de salir de España, para visitar La última cena, de Leonardo da Vinci, en Santa María de Gracia.
Cuando viví aquí la pintura no
estaba restaurada; a cambio pude permitirme el lujo de contemplarla yo sola el
tiempo que quise. Ahora las cosas han cambiado: la duración de las visitas es
de un máximo de quince minutos y veinticinco personas cada vez.
Sin reservar es casi imposible
conseguir una plaza para un día determinado.
La guía ha resultado fundamental
para hacernos conocedores del significado de cada detalle; pero hubiera venido bien un
ratito más con Jesús, Pedro, Tomás, Judas y compañía.
La iglesia fue destruida durante
la Segunda Guerra Mundial, incluidas las tres paredes restantes de la sala en
las que se encuentra la pintura, que sólo se salvó porque la bomba que explotó en el claustro se la encontró protegida con
sacos de arena.
En este viaje hemos sabido de
edificios que fueron destruidos por el fuego, las riadas, los aluviones, las
guerras, los terremotos y hasta los rayos, como el que se llevó por delante el campanile de la catedral de Parma.
Después de las últimas compras
familiares, un helado para Guillermo y un café para mí en el McDonald, nos
hemos separado: él ha seguido rumbo hacia el hotel y yo a buscar la iglesia de San
Ambrosio y el número que me interesaba de la casa en la que viví.
El santuario, porque recordaba que
entonces me lo habían recomendado, pero no los motivos de la recomendación. Una
vez allí mi memoria ha tenido a bien hacerme saber que no eran otros que el
majestuoso claustro y el mosaico bizantino situado encima del altar.
También he encontrado el número. El
nueve de la Via Carducci. Pero el estanco de al lado ha sido sustituido por un
negocio, con cabina de rayos UVA y otros tratamientos de embellecimiento
corporal.
Después de tanto paseo, después
de tanto ajetreo, tras tantos días de iglesias, museos y otras actividades
varias, el resto de la tarde lo hemos reservado como periodo de descompresión.
Hotel, escritura, lectura, móvil (sólo Guillermo) y preparación del espíritu
para la vuelta.
Vuelta a la que encuentros
pendientes convertirán en importante.
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