Viernes, 6 de septiembre
Resumen de catorce días por Emilia Romaña, el Véneto
y la Lombardía, cuya publicación han retrasado hasta ahora la falta de tiempo y
mi posterior pérdida interesada en una aldea sin Internet.
Si pincháis en el mapa podréis apreciar todos los detalles en un tamaño más apropiado.
Para leer el texto, ya sabéis. Pestaña “más
información”.
Como siempre.
Tras preguntarme por las posibilidades de que
volviera a surgir otra oportunidad que hiciera realidad un sueño de tanto
tiempo, cumpliendo tantas expectativas, cambié en el acto de opinión.
El primer trabajo consistió en planear el
itinerario, y el segundo en dividirnos las tareas: yo me encargaría de todo lo
relacionado con hoteles, reservas, entradas y medios de transporte (incluyendo
la compatibilidad de horarios) y él buscaría cualquier cosa que pudiera ser de
nuestro interés en los lugares que visitaríamos durante el periplo, teniendo en
cuenta, además, toda la información práctica.
A partir de ahí pasamos mucho tiempo en los
ordenadores, amortizando el recibo del ADSL.
Un rato después mientras escribo estas líneas puedo evocar
aquella ilusión, transformada ya en alimento para nuestras memorias, de muchas
maneras diferentes.
Olvidándonos del coche y el avión que nos
trasportaron hasta y desde el primer y el último destino, nos hemos movido con
los pies, en bicicleta, en autobús y en tranvía; hemos viajado en vaporetto, en barco, en metro y, por
supuesto –de eso se trataba-, en tren.
En autobuses y tranvías aprendimos que podíamos
colarnos, porque la amabilidad de los conductores no llegaba hasta la
posibilidad de explicarnos dónde podríamos obtener los billetes. Lo descubrimos
el último día, cuando ya no nos era necesario.
En tren hemos recorrido 1.308 kilómetros, en viajes
de ida y vuelta o sólo de ida, directos o con paradas en algunas de las
estaciones intermedias.
Hemos pululado por once ciudades italianas
diferentes, incluidas en tres regiones distintas hasta llegar a tener, algunos
días, tal falta de claridad en las ideas, que confundíamos de forma
sistemáticas el nombre del lugar al que nos queríamos referir (esto último,
sobre todo, yo).
Desde la distancia parece que empiezo a tener las
cosas más claras.
Mientras,
recuerdo el aspecto medieval de Ferrara;
su via delle Volte, el castillo de los Este y las murallas circundantes; el
festival en la calle, los músicos y sus instrumentos, habituales algunos, extraños e inverosímiles otros; al chico que no
pudimos aplaudir porque no terminaba nunca de dialogar con su guitarra. De modo
especial recuerdo al grupo de tirolés, cuyas gaitas e instrumentos de percusión
se escuchaba en toda la plaza, y a los que nos resultó tan difícil acercarnos.
De Módena, a pesar de las obras que evitaban
contemplar su fachada, me quedo con la catedral, la plaza adyacente y la zona
centro; el patio de la Biblioteca Estense y los cafés en la terraza a 1,20
euros cada uno.
En Rávena son los mosaicos bizantinos de sus
monumentos los que merecen que nos perdamos por allí al menos un día de nuestra
vida, san Vitale y san Apolinar, el baptisterio y los mausoleos. En esta ciudad me sorprendió el
descubrimiento de que también en Italia la pasta uede estar mal cocinada.
En Bolonia volvería al mismo hotel, al centro
histórico, a los grandes paseos, a la
tranquilidad y a la contemplación de sus tejados desde la Torre Asinelli, a los
soportales que la hacen genuina, a su buena situación geográfica, cerca de
muchas otras ciudades importantes y a su buena comunicación ferroviaria.
Volvería a vivir también las múltiples pequeñas casualidades que nos condujeron
al encuentro con Elena.
Por cierto que allí un camarero nos habló de su
tradicional maratón (en realidad es media) el tercer domingo de septiembre y en
la que los participantes que consiguen terminar la carrera tienen como premio…
un plato de espaguetis. Muchos se entrenan subiendo y bajando las rampas, escaleras
y soportales que conducen al santuario de Nuestra Señora de San Lucas.
Pero desconozco si, como nosotros, los atletas se
encuentran el parque y la iglesia cerrados cuando al fin consiguen llegar
arriba.
Vicenza no estaba en nuestro planes cuando
comenzamos la preparación de la aventura; pero un error mío en la reserva y una
recomendación posterior de Anita nos llevó a incluirla en el recorrido.
Gracias a este error quedaron en mis sentidos su
maravilloso Teatro Olímpico y la simetría de la Villa Rotonda, sus pinturas, la colina sobre la que se asienta y
sus vistas diferentes desde cada uno de sus costados; el señorío de sus calles
y construcciones y el deseo de volver a perderme por sus lugares siguiendo la
ruta de Palladio.
Nuestra pérdida del tiempo, esperando a un autobús
que llegó tarde y nos condujo a perder un tren, se convirtió en oportunidad
(que aprovechamos) de mantener amena conversación con un matrimonio de Calabria
en nuestra misma circunstancia.
San Antonio de Padua tiene maravillosas pinturas al
fresco que sólo pudimos contemplar a
medias debido a los trabajos de restauración. Todas las ciudades por las que
hemos pasado tienen infinidad de muestras de este tipo de arte.
Las previsiones decían que el día uno de septiembre
quitarían los andamios, pero nosotros abandonamos la ciudad el 29 de agosto.
Recordaré así mismo la tranquilidad y la comodidad
de las dos ruedas; la plaza Prato della Valle (la más grande de Italia,
peatonal, y a la que dimos unas cuantas vueltas en bicicleta, incluyendo una
última en honor de la nostalgia, antes de devolver los vehículos); la capilla
de los Scrovegni con las pinturas
del Giotto cuya entrada, a través de una salita intermedia en la que quedamos
encerrados entre dos puertas, nos llevó a recordar la espera de los prisioneros
en las cámaras de gas (todo sea por el bien de los frescos).
También con Padua quedarán asociados el Palazzo della Ragione, la estatua
ecuestre del Gattamelata y la pizza
más rica de mi vida.
Lo mejor de Venecia fue la recuperación de mi carné
de identidad, la conversación posterior con Guillermo sentados en una terraza y
la exposición de Manet en el Palacio Ducal.
A continuación tendría que añadir la llegada a la
ciudad por ferrocarril y los paseos por sus calles a pesar de las multitudes;
el placer de colarme en un Freccia
sin que pasara el revisor, porque si esperaba al tren siguiente hubiera llegado
una hora más tarde a mi cita; la simpatía de los camareros en el restaurante en
el que cenamos, el paseo por el Canal Grande y la seguridad de que siempre me
gustaría volver a pasearla.
En el camino, sólo han quedado dos cosas pendientes.
Una, que creo que Guillermo me recordará toda la
vida. Debido a que el departamento económico (o seasé, yo) consideró que se
salía del presupuesto, eliminamos de nuestro recorrido el monte Cervino.
La otra era la celebración, el día uno de
septiembre, de la Regata de las Antiguas Repúblicas Marineras. En ella participan
Amalfi, Génova, Pisa y Venecia y de su existencia era yo una absoluta desconocedora
hasta que leí un cartel en esta última ciudad.
Se lleva a cabo cada año en un lugar, de forma
consecutiva y por turnos: costa amalfitana, golfo de Génova, río Arno o Gran
Canal. En la carrera, barcos antiguos rememoran esplendores de otras épocas
luchando por conseguir el trofeo (que representa una galera), en una lucha
incruenta de 2.000 metros.
Este año la anfitriona era la Serenissima; y la fecha, el domingo 1 de septiembre. Nuestros
planes contemplaban dejar esta ciudad el día anterior; pero sintiendo que era
una oportunidad única, estudiamos todas las maneras en las que podríamos
organizarnos para posibilitar nuestra presencia en el evento
Finalmente renunciamos. Porque regata y ópera
coincidían en la misma jornada y porque los horarios de trenes (ida y vuelta) hacían
imposible compatibilizar los horarios.
De Verona destacaría el animado ambiente de sus
calles hasta altas horas de la madrugada y el puente Scaligero, el parque
Cesare Lombroso y las terrazas de la plaza Brà donde cenamos; las gentes
distinguidas, las calles amplias y sus recoletas y hermosas plazas; la ópera
con efectos especiales de tormenta, la multitud de nacionalidades que la
contemplamos y el fervor patriótico de un chico en la grada de enfrente, que con
el último suspiro de Aida gritó “viva Verdi”.
El recuerdo literario de Shakespeare en la ciudad.
A falta del galán por excelencia de los tiempos
presentes, de Como me quedan en la memoria la tranquilidad de la ciudad, los
verdes de la vegetación y el azul del cielo teñido de brumas, la serenidad de
los paisajes, la tranquilidad del lago y la transparencia de sus aguas. La
comida sosegada a horas imposibles en muchos lugares de Italia y la serenidad
de un día pasado en el campo.
De Parma me sobrarán siempre el calor, el cansancio
y el enfado con Guillermo y me faltará la belleza del baptisterio, la frescura
del auditorio de música y el placer de contemplar la exposición Verdi en la prensa, disfrutando de mi
única compañía.
Cuando pienso en Milán me invade la alegría del
reencuentro. Incluyendo en él todos los monumentos visitados y el pequeño lujo
del café en la Galleria Vittorio Emanuele,
que, al final y por comparación, no fue tan caro.
Más allá del disfrute de los sentidos, conmigo han
viajado de vuelta las nuevas relaciones entre lo aprendido y lo ya sabido, que
me ayudarán a comprender e interpretar la realidad y me conducirán a la
búsqueda de nuevas respuestas. Las palabras españolas nuevas, la pérdida del
miedo a expresarme en italiano y la seguridad de poder mantener conversaciones
variopintas como la última, en el avión de vuelta, con la señora que venía a
Madrid para disfrutar de su nieta los próximos quince días.
Importantes han sido (por inesperados) los largos paseos
sin prisa con las bicicletas y la sensación de sentirme a ratos más viajera que
turista.
Formará también parte de mi futuro el recuerdo de la
relación con Guillermo; otro Pepito Grillo, con opiniones que casi siempre
sitúa en las antípodas de las mías; y que,
aparte de actuar como mi conciencia recordándome todos los fallos que yo
cometía al hablar, ha dado el visto bueno a mi diario del viaje y me ha comunicado
que le gusta.
Más allá de los capuccini
que hemos compartido y de su descubrimiento de que le gusta el café, hemos
disfrutado de amenas conversaciones, de anécdotas y de alguna que otra
confidencia; hemos sido capaces de encontrar un equilibrio entre su cuadrícula y mi anarquía; creo que él
se ha sentido mayor, independiente y libre; y, cuando en Padua decidimos
concedernos un cese temporal de la convivencia intensiva, descubrimos el
procedimiento para rebajar tensiones.
Como elemento tangible quedan las fotos, los regalos
que nos hicimos (mientras duren), y las entradas que he ido publicando en este
blog. Para el futuro próximo, la lectura de los libros que las ciudades paseadas
me fueron evocando.
Ellos formarán parte de la continuidad entre mis recuerdos
y mis proyectos.
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