Viernes, 30 de agosto
Hoy hemos cambiado la
tranquilidad de las ciudades de Emilia Romagna y Padua, (que es Veneto, pero en
eso no lo parece) por los ríos de gente que siempre riegan Venecia; ríos que
aumentan su caudal en los meses del estío.
La Serenissima es una isla con un Canal Grande y muchos otros de
diversos tamaños; con la gran plaza de San Marcos, algunas otras de tamaño
suficiente para ser consideradas como tales y multitud de plazoletas formadas
simplemente, por cruces de caminos; con algunas calles más o menos largas,
múltiples callejuelas y multitud de callejones cuyo nombre no aparece ni el
mejor de los mapas (y al final del día hemos conseguido unos cuantos con
distintos grados de detalle).
Para complicar aún más las cosas
la numeración de las casas no se corresponde con las calles, sino con los
barrios en los que se divide la ciudad.
Si añadimos a lo anterior el riesgo cierto de caminar
por lugares que nos llevarán directos a un canal donde sólo quede la
alternativa de dar la vuelta, y la genuina característica de Venecia de que
pasearla implica subir y bajar continuamente las escaleras de sus puentes,
comprenderemos lo difícil que es encontrar algo cuando debemos dirigirnos a un
punto específico.
Puesto que yo ya conocía la
especial idiosincrasia de la Dama de lo Canales, había imprimido un mapa de
tamaño XXL con la localización de nuestro hotel.
Y, aún así, nos hemos perdido y
nos ha tocado cargar con la maletita y el maletón puente arriba y puente abajo,
hacia adelante y hacia atrás, a la derecha y a la izquierda. Porque nuestro
destino estaba localizado en un callejón sin nombre y el nombre de nuestro
alojamiento no lo conocía nadie.
Hice todas las reservas por Internet,
y esto tiene sus riesgos. En nuestras sucesivas ubicaciones, nuestros aposentos han
ido bajando de nivel en los servicios y subiendo de precio.
Hasta llegar al de hoy en el que,
si bien la habitación está bastante decente, lo que tiene de hotel habría que buscarlo
con lupa. Una entrada de diez metros cuadrados (más o menos como mi cocina),
una escalera sin ascensor por la que -otra vez- nos ha tocado subir cargados, y
cuatro habitaciones en la planta superior.
No me hubieran importado tanto la
situación y el tétrico lugar si el precio hubiera sido otro, pero en estas
circunstancias me siento una pringui.
Sin embargo no ha sido este
nuestro mayor problema al llegar, porque cuando íbamos a registrarnos, mi DNI estaba...
en cualquier lugar, pero no en mi cartera.
Tras serme aceptado el carné de
conducir como documento de identificación, y una vez en la habitación... a
pensar qué habíamos hecho ayer y cuándo fue la última vez que lo había
necesitado.
Y a buscar. Sin ningún resultado.
Pensando ya en ir a la policía y
preguntar la dirección del consulado, he caído en la cuenta de que no podíamos
comunicar con el hotel de nuestra última estancia (para inquirir si me lo había
olvidado allí) porque yo marcaba mal.
Al ser el mío un móvil español y
encontrarnos en Italia, debía hacer una llamada internacional; al hacerlo así
me han contestado a la primera y por fortuna con buenas nuevas.
Suspiros de tranquilidad,
relajación y nueva planificación del tiempo.
Habíamos de volver a Padua, pero
yo tenía un dilema. Aunque me daba pena que Guillermo no disfrutara de Venecia,
tenía también un poco de miedo de dejarlo solo en una ciudad especial y que él
desconocía por completo; más teniendo en cuenta que el cargador de su móvil lo
olvidó en Bolonia, la batería estaba a punto de terminarse y sin teléfono no
existía manera de comunicarnos.
Finalmente hemos ido en amor y
compañía hasta el Puente de Rialto, y en un punto muy específico del mismo,
hemos quedado en vernos a las siete y media de la tarde.
Me parece que, aunque yo he
pasado el tiempo hasta el reencuentro con el temor de fondo de haberme
equivocado, él se ha alegrado de poder ir por libre.
Cuando nos hemos separado, eran
las tres y media y cuatro horas me parecían tiempo suficiente, con un amplio
margen de seguridad, para ir treinta y siete kilómetros más allá en ferrocarril, recuperar mi documento y volver.
Pero mi tarde ha sido otra
aventura.
Al llegar a la estación, mi tren
estaba a punto de partir. Había cuatro máquinas de venta de billetes. Una no funcionaba y las otras estaban ocupadas. Cuando por fin había conseguido terminar con mi proceso, ha aparecido el mensaje "se ha producido un error y debe
volver a introducir la tarjeta en caso contrario no le devolveremos el
dinero".
Resultado final: el billete en mi
mano, mi medio de transporte largándose, y una hora de espera a la vista.
A la vuelta, coincidían en el tiempo el arranque del tranvía y mi llegada a su parada; en este caso sólo perdí diez minutos... y el tren de retorno.
A la vuelta, coincidían en el tiempo el arranque del tranvía y mi llegada a su parada; en este caso sólo perdí diez minutos... y el tren de retorno.
Desde la estación he mandado un mensaje
a Guillermo para decirle que era posible mi retraso, pidiéndole que si lo
recibía me enviase una llamada perdida... y rezando para que la poca batería de su
móvil hubiera resistido el tiempo de nuestras peripecias. Por suerte lo hizo, y
yo me quedé más tranquila.
Una vez reencontrados, para
relajarnos del ajetreo y la tensión le propuse sentarnos a tomar algo mientras
nos contábamos las respectivas aventuras vespertinas y, para celebrarlas, por
primera vez desde que salimos de España me tomé una cerveza.
Él me contó que había ejercido de
turista novato en la ciudad: visita a la plaza y la basílica de San Marcos, el
exterior del Café Florian, el Puente de los Suspiros, subida al campanile y
paseo por calles, puentes y canales. También había visto una pedida de mano en
el puente de Rialto.
Me pareció algo curioso, pero no
extraño. Y, en el fondo, buena idea porque cuando se les termine el amor, les
quedarán las fotos, el puente y el agua del Gran Canal para estar seguros de
que no fue un sueño.
Después de cenar, con
camareros simpáticos y parlanchines, (algo bueno tenía que pasarnos) paseíto
nocturno por los lugares obvios y sus alrededores, y retorno al hotel, que sólo
el cansancio hacía dulce.
Mañana no tenemos planes.
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