Domingo, 1 de septiembre
Hemos comenzado la jornada visitando la catedral
y la iglesia de santa Anastasia.
Las dos tienen frescos importantes y, a
diferencia del resto de las ciudades de nuestro itinerario, en las dos nos han
cobrado. Dos euros con cincuenta cada una.
Verona es mucho más que la tragedia de Romeo y Julieta,
pero Shakespeare le hizo un favor enorme a esta ciudad antes de que se
generalizara el uso de la publicidad, actividad que en estos tiempos modernos, seguro que le hubiera producido más ingresos que sus tragedias y comedias.
Preparando la visita, estaba leyendo este libro
cuando iniciamos nuestra aventura y, como no abulta mucho lo metí en la maleta, a
pesar del riesgo que corríamos con Ryanair por exceso de equipaje. Guillermo lo
ha leído durante la estancia en la ciudad.
Con ese bagaje nos hemos dirigido a la casa de Giulietta donde
hemos encontrado, en el zaguán de entrada, dos inmensos paneles, colocados a
ambos lados con el propósito de que los visitantes puedan dejar constancia de
sus mensajes de amores.
Estaban tan llenos de nombres y corazones que la
sensación era la de un mal grafiti sin sentido; pero no deben ser suficiente
porque, en una verja del fondo del patio hay una infinidad de candados, atados
unos a otros, formando múltiples cadenas.
Ante tamaña demostración pública de sentimientos que, a pesar del esfuerzo de los interesados nunca aparecerá en la crónica social del Hola,
me he preguntado dónde ha terminado cada una de las llaves que encadena tanta
pasión.
El museo es un homenaje a las diferentes
interpretaciones artísticas que sobre Romeo y Julieta
han tenido lugar a lo largo de la historia.
La exposición en sí contempla una amplia
colección de grabados de diferentes épocas sobre el tema, diversos fotogramas
de la película de George Cukor, fragmentos de la obra de Shakespeare en
inglés y en italiano, y diferentes objetos utilizados en la escenografía
de la película de Franco Zefirelli.
Guillermo me ha hecho una foto en el balcón de la
casa; y en un cuaderno colocado para tal propósito, le he dejado a Julieta mi
mensaje para la posteridad inmediata:
"¡Ah Giulietta!
Tú no conocías que sólo un amor trágico puede ser
eterno."
En un museo con fragmentos recuperados de las
paredes de un palacio destruido, formando una especie de cripta, hemos
encontrado el sarcófago abierto y sin tapa de su tumba.
Una chica acompañada, supongo, por su abuela,
rotulador indeleble en mano, se dedicaba a dejar recuerdo de su paso por
paredes y losa. No he podido resistir la tentación de llamarla la atención pero
ha fingido no entenderme.
Me hubiera encantado tener un poco de alcohol en
la mochila, e ir detrás de ella borrando sus rastros.
Sólo una placa y múltiples mensajes amorosos nos
indican el lugar de la casa de Romeo que no se visita, tal vez porque en la
obra de Shakespeare su amor es más volátil. Y eso marca diferencias.
En la Torre Lamberti, después de más de
trescientos escalones, el sonido de las campanas en nuestras cabezas,
anunciando que eran las tres de la tarde ha unificado a todos los que nos
encontrábamos allí con el lenguaje universal de los gestos, primero de susto y
miedo y después de relajación y risa avergonzada.
Hacia las ocho hemos sacado de las maletas el
mejor de nuestros trajes (es decir, un pantalón vaquero y un vestido de
tirantes) para acudir a nuestra cita con Aida (otra tragedia) en La Arena.
Sin micrófonos en la grada, el sonido era
fantástico y la visibilidad desde nuestros aposentos estupenda. La piedra dura,
menos mal que teníamos almohadilla. La puesta en escena, que aprovechaba para
los detalles la grada situada detrás del escenario, tan espectacular cómo sólo
en un teatro tan grande y con esas características pueda serlo.
Al final de la obra -larga, porque tras cada acto
había un descanso de veinte minutos-, el sonido de los truenos se ha
unido a la música, y el fulgor de los relámpagos a la puesta en escena.
Una calle antes de llegar al hotel, ha comenzado
a llover.
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