El día comenzaba a las ocho de la
mañana con el despertador, la ducha y un variado y rico desayuno.
Según las previsiones, tocaba
Módena, y hacia allá nos ha dirigido el tren regional de las nueve y cincuenta
y dos.
Podemos resumir la mañana en
nuestro callejeo por la ciudad antigua y el disfrute de una parte (pequeña) de
la Biblioteca Estense. Por el camino, dos capuccini
(uno de placer y otro como excusa para satisfacer necesidades ineludibles) y la
(casi) obligada visita al Duomo,
En este viaje estamos
frecuentando muchas iglesias porque, a diferencia de lo que ocurre en otros
lugares, son todas gratis. Y la mayoría vale la pena.
A primera hora de la tarde, y con
dolor de mis pies incluido, nos encontrábamos en el Museo Ferrari y allí
tocaba recordar a los otros chicos de la familia, porque ambos son apasionados
de la fórmula uno, afición de la que los aquí presentes carecemos.
Tanto, que la Casa de Enzo Ferrari
(con la exposición organizada como si se tratara de un documental) nos ha gustado
más que los cascos de Alonso, Hamilton y Raikonen o el coche de Villeneuve; pero
-esó sí- ahora ya sabemos por qué el fondo del cavallino rampante es amarillo y la cubierta del edificio (que a
Jorge le hubiera encantado) también.
De vuelta a Bolonia, con la caída
de la tarde siete mil quinientos ochenta y dos metros, de subidas, bajadas, y
escaleras, contando sólo el espacio bajo los pórticos,
Tras tanto ejercicio, la cena en
una pizzeria que no tenía pizzas, pero sí un camarero dispuesto a
contarnos historias de la ciudad.
Lástima que a esas alturas
nosotros ya sólo pensásemos en la cama.
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