Las mayúsculas
y el orden introducen un ligero cambio de significado: Año Nuevo, nuevo año. Cuando
el último Año Nuevo es ya recuerdo, queda la perspectiva de un nuevo año con
fecha de caducidad conocida.
Estrenar año es
como estrenar zapatos, aunque nos sienten bien y nos resulten cómodos es muy
probable que nos hagan daño.
Después de casi
cuatro meses viviendo en las llanuras de Bruselas, Guillermo volvió con ganas
de montañas, así que aprovechando su deseo, la disposición del tiempo
cronológico y la bonanza del atmosférico, ayer fuimos a Cercedilla con ganas de
caminar. No madrugamos.
Una vez allí, empezamos
tomando un café para seguir las habituales buenas costumbres e iniciamos el
ascenso. Al principio por la calzada romana, luego por un tramo entre piedras y
escalones, y por último transitando por la Carretera de la República mucho
mejor asfaltada y con una pendiente sostenida pero más fácil de salvar,
llegamos hasta la Ducha de los Alemanes, una cascada con bastante agua dada la sequía
prolongada de las últimas estaciones, donde especulé con la posibilidad de que
debiera su nombre al hecho de que los soldados alemanes se hubieran bañado allí
en los ratos libres que les dejaba una guerra que no era su guerra, porque me
acordé de que mi abuelo siempre decía que los había visto bañarse en el Pilde,
o sea, en el río de mi pueblo, en aquella misma época, en el mes de febrero. Él
lo comentaba con admiración, por el hecho de que pudieran meterse en el agua con
las temperaturas propias de Burgos, del mes de febrero, y del mes de febrero de
aquellos años tan anteriores al calentamiento global y a las comodidades
posteriores.
Contemplando el
verdor de los pinos, la evolución de las nubes, los valles en los lugares en
los que la ausencia de árboles nos lo permitía, la fina y discontinua capa de
nieve en algunas laderas, los restos muertos de los helechos y las curvas que
nos iban precediendo, escuchando a ratos el ulular del viento del que nos
protegían los árboles, llegamos hasta el mirador dedicado a Vicente Aleixandre,
donde leímos sobre una enorme piedra de granito su verso:
«Sobre está cima solitaria os miro
campos que nunca volveréis por mis ojos
piedra de sol inmensa, eterno mundo
y el ruiseñor tan
débil que en su borde lo hechiza.»
Sentados en el
mirador de Luis Rosales, mientras admirábamos la vasta, impresionante y
bellísima vista que desde allí se pierde, mientras Guillermo y Luci intentaban
localizar referencias geográficas de todo tipo, nos comimos el bocadillo. Luego
abandonamos a los poetas y comenzamos el descenso.
Antes de volver
a Madrid pasamos por San Lorenzo de El Escorial y Villalba. Aquí cenamos,
bebimos y vimos a la familia; allí no hicimos gran cosa, llegamos tarde, dimos
un paseo por los alrededores del monasterio y una vuelta por la plaza y las
calles aledañas, siguiendo a las figuras de un enorme belén con muchos
integrantes pero sin el Niño, sin la Virgen y sin San José, protegidos
en el interior de un edificio con una larga cola de visitantes esperando en el exterior. Mientras lo
recorrimos con el coche para marcharnos, descubrí que en amplias zonas es, como Rivas, un pueblo fantasma.
Habían pasado
más de treinta años desde mi última visita a San Lorenzo, pero hubo una
época, alrededor de mis dieciocho años, en la que íbamos casi todos los fines
de semana. La familia de un ácrata chico bien que conocíamos tenía allí un caserón
desvencijado donde dormíamos gratis, hecho que se acomodaba muy bien con
nuestras míseras economías de entonces. Fue allí, en sus cuestas, con una bicicleta
prestada y unos tacones imposibles, donde me rompí el pie, me destrocé la cara
y me dejé la piel de las manos, todo en una sola caída. En lugar de volver a
Madrid nos quedamos para aprovechar la fiesta de Guadarrama.
Ayer recordé lo
que recuerdo de aquella época, pero recordé sobre todo lo que he olvidado: el lugar
donde estaba la casa y su descripción más allá del enorme tamaño, las personas
que me acompañaron reducidas ahora a los tres únicos nombres que aún puedo evocar,
Nati, Antonio, Paula, el coche ruinoso
sin marca en mi memoria, el tiempo, divertido pero sin divertimentos concretos
para llenar tantos días, y yo diluida en todos estos datos y en otras
nimiedades en las que me miro sin reconocerme.
Así fue mi dos
de febrero de dos mil dieciséis. El uno lo había dejado pasar entre un ataque
profundo de claustrofobia psicológica y varios leves. Hoy es tres, mañana es el
cumpleaños de Jorge y al día siguiente Guillermo volverá a sus llanuras.
Espero que durante los próximos trescientos
sesenta y tres días el mercado de la vida nos provea de tiritas suficientes
para curar las rozaduras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario