9 de septiembre de 2014. Martes
Cuando era pequeña, en uno de aquellos libros de historia de
la EGB, aprendí que “el emperador Carlos I de España y V de Alemania nació en
Gante, en 1500”. En aquellos tiempos el mundo terminaba en Aranda, y por mi
cabecita de niña modosa no pasaba la idea de que algún día mis pasos pudieran
seguir los de un señor tan importante, que se estudiaba en los libros. Así que
el nombre de esta ciudad forma parte de mi memoria histórica; muchos otros
llegarían después.
Esa ha sido mi primera idea al llegar aquí, donde nos ha
recibido un mastodonte municipal, un edificio formado por un tejado moderno de
formas tradicionales apoyado sobre cuatro pilares.
Debajo, una banqueta y un piano de cola esperaban a
cualquier transeúnte que quisiera, o supiera, sacar de sus cuerdas la música
que almacena.
Hoy teníamos decidido de antemano hacia dónde nos dirigiríamos.
En la catedral de san Babón se encuentra la obra de arte más importante de esta
ciudad, La adoración del cordero místico,
también conocido como El políptico de
Gante, mano a mano realizado por los dos hermanos Van Eyck, sin que los
especialistas hayan podido determinar qué partes de toda la composición
pertenecen a Huber y cuáles son méritos de Jan, porque en la firma consta sólo
el apellido.
Como toda creación con muchos años, han sido cuantiosos y
variados los avatares que la pintura ha sufrido; aún hoy continúa desaparecida una
de sus doce tablas originales, sustituida por una copia, lo que permite a los
profanos contemplar la totalidad de su grandeza. Es posible que los
especialistas en arte difieran de esta última opinión.
En su última aventura conocida, La adoración compartió suerte con La madonna de Brujas;
ambas fueron saqueadas durante la Segunda Guerra Mundial, y las dos fueron encontradas
en una mina de sal, siendo su recuperación el argumento, muchos años después,
de Monument men.
De eso hablaba la pareja argentina con la que coincidimos en
nuestra visita a la escultura de Miguel Ángel, de la trivialidad de su resultado
partiendo de una historia real tan interesante. Mientras les escuchaba, emitía
para mis adentros mi conformidad con su juicio, pero (me decía yo) en la
película aparecen un chico guapo y Matt Damon.
Cuando planeamos este viaje Guillermo no quería incluir
Gante en nuestro itinerario, creyendo (con razón) que yo pretendía seguir los
pasos que el cine me había sugerido. Tras contemplar maravillado La adoración del cordero místico, me
parece que ha cambiado de opinión.
Por supuesto, en estas tierras de campanarios sonoros,
también aquí había uno. Y también hemos subido, aunque aprovechando la excusa
de mi tobillo hemos hecho trampas y, por primera vez en nuestras múltiples
elevaciones a las alturas, hemos utilizado el ascensor. Por el camino nos hemos
encontrado con otro tambor de otro carillón y con una enorme campana, sustituta
de otra de nombre Triomphante y a su vez sucesora de la famosa Roland, símbolo de la ciudad, que Carlos
V mandó destruir tras su reconquista.
En la Oficina de Turismo nos han propuesto un recorrido por
los lugares y rincones emblemáticos.
Hemos aceptado la sugerencia, y hemos comenzando por el céntrico
castillo-fortaleza, residuo del poderío histórico de los condes, sede en su
momento del Consejo de Flandes y actual museo. Desde sus atalayas hemos
contemplado la ciudad extendiéndose en el horizonte, y en el interior austeras
y nobles salas de piedra desnuda, un altar, una antigua cárcel, un pozo de los
condenados, una grimosa muestra de elementos y prácticas de tortura y una
exposición de armas antiguas, algunas tan trabajadas y objetivamente bellas que
sin duda formaban parte del traje de domingo que los señores llevaban a las
guerras.
Después de reponer fuerzas en una preciosa plaza, sede
oficial de ejecuciones públicas en el pasado, hemos continuado con el itinerario
previsto, descubriendo recoletos rincones de aguas, piedras y árboles, calles
adoquinadas en las que mi tobillo protestaba, cafés colmados de turistas tomando
cerveza, y piedras centenarias que recuerdan pasados esplendores.
Todavía nos esperaba una última sorpresa antes de abandonar
la ciudad.
Nuestro tren partía de la última vía, situada a una altura
considerable del pavimento, y por tanto con una vasta vista sobre los alrededores.
Entreteniendo la espera, desde allí hemos avistado un enorme aparcamiento
disuasorio. Pero no eran coches los que allí esperaban a sus dueños.
Eran bicicletas.
Miles de bicicletas.
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