A las cuatro de la mañana, sonaba mi amigo. Tras el desayuno
y demás menesteres propios del despertar impropio a esas horas (al menos para
la que suscribe), a las cinco y media, en el aeropuerto. A las seis menos diez,
en la puerta de embarque. A las siete menos cuarto, ocupando nuestros asientos.
A las siete y veinte, despegaba el avión con Guillermo y conmigo entre los
pasajeros.
Seguimos.
A las nueve la aeronave aterrizaba en el aeropuerto de
Charleroi, después de un vuelo tranquilísimo si exceptuamos el bote en la toma
de tierra. A las diez menos cuarto subíamos al tren que nos trasladaría hasta
Bruselas y tras la espera pertinente, al que nos ha conducido a nuestro destino
definitivo en Brujas. Minuto arriba, minuto abajo a las doce entrábamos en el
hotel, situado en el centro de la ciudad tal como esperábamos y que hemos
encontrado con facilidad.
Total, una hora y cuarenta minutos de transporte aéreo convertidas
en ocho horas efectivas de traslado. Menos mal que viajamos convencidos de que
el viaje es el camino.
Con el mapa en las manos de Guilermo, en un primer contacto
con la ciudad nos hemos dirigido a la vecina plaza Grote Markt, flanqueada por
el ayuntamiento al Este, por la catedral al Sur, por casas multicolores típicas
en todo su perímetro… y por la Fnac, que nos ha sacado de un apuro porque allí
hemos encontrado una tarjeta para la cámara de Guillermo, que había olvidado la
suya en casa.
Hemos ido luego en busca de la Madonna de Brujas, escultura
de mármol y una de las pocas obras de
Miguel Ángel fuera de Italia. Pues bien, hemos encontrado la Basílica de
Nuestra Señora, pero no hemos visto a la virgen porque desconocíamos el lugar
exacto en el que se ubica.
No importa, volveremos. Después nos hemos dedicado a
callejear, y hemos aprendido que a partir de ahora pediremos tamaños pequeños
de comidas y bebidas, porque nos han venido grandes el tamaño grande de las
patatas y el mediano de las cervezas.
Desde el hotel hemos oído música procedente de la calle; asomados
al balcón hemos descubierto su origen y hemos decidido seguir a los intérpretes.
Ellos nos han conducido hasta la plaza, y han premiado nuestra curiosidad con
un concierto de música moderna adaptada para banda.
Con el idioma no hemos tenido problemas porque todo el mundo
habla inglés, pero estamos en la zona flamenca, su idioma es parecido al
holandés (eso al menos he leído) y no tienen buenas relaciones con el francés.
En cuanto a su lengua autóctona, imposible. Fundamental el
mapa, buscar las calles letra a letra y conocer la equivalencia del nombre en
español y en flamenco de las ciudades, porque el instinto y la intuición no
sirven de nada.
La gente llama a Brujas la Venecia del Norte. Las dos tienen
turistas y las dos tienen canales. Bajo mi punto de vista, ahí acaban los
parecidos.
Porque Venecia tiene más turistas y muchos más canales que
Brujas. Venecia es una ciudad de piedra y Brujas es una ciudad de ladrillos,
Venecia es renacentista, barroca y cuadrada, mientras que las fachadas y
tejados triangulares de Brujas recuerdan formas góticas. En Brujas se pasea y
en Venecia se sube y se baja. Brujas está inundada de bicicletas, un medio de
transporte impensable por imposible en Venecia. Brujas es cómoda, Venecia es
incómoda. Los canales de Venecia son su medio de transporte mientras que por
los canales de Brujas sólo circulan los turistas en barcos de grupo.
Así que, como no consigo encontrar el parecido entre ambas,
sólo se me ocurren dos explicaciones para el nombre, uno el afán de hacer
literatura, y el otro, la necesidad humana de comparación entre dos ciudades
bellas cada una a su modo pero completamente distintas e incluso, diría,
opuestas.
Tras este largo y trabajado (aunque el trabajo haya sido
apetecible) día, son las ocho y media de la tarde y todavía luce el sol (esto
es un decir, porque hay niebla), pero estamos matados y la cama nos llama
insistentemente, así que hoy creo que dormiremos unas cuantas horas más de lo
que aconsejan las estadísticas.
Tenemos que recuperar.
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