10 de septiembre de 2014. Miércoles
Hoy tocaba partir y decir adiós. Esta historia se terminaba.
Pero, antes, aún teníamos el tiempo y la perspectiva para un
hola a Bruselas, en castellano; a Bruxelles, en francés, a Brussel, en neerlandés.
Un único lugar y un solo concepto para tres nombres diferentes. En realidad
para muchos más.
Una ciudad más ecléctica y nerviosa que Brujas, Gante o
Amberes.
La hora de partida condicionaba sin remedio nuestros
movimientos que nos han conducido, tras atravesar por primera vez la
espectacular Grand Place, hasta los sesenta y uno centímetros de bronce del Manneken
Pis, impasible en su actividad habitual; después, hacia la catedral gótica de
san Miguel y santa Gúdula, que por sus dos torres cuadradas laterales puede
recordar a Notre Dame de París, por sus bellas cristaleras a la catedral de
León, y por la disposición simétrica de los apóstoles en sus columnas
interiores, a san Juan de Letrán en Roma.
Por cierto, que a pesar de su diminuto tamaño, el Manneken
Pis es la fontana más grande que hemos descubierto en estas tierras, y sin
embargo hemos visto conjuntos de caños surgiendo del suelo, cual manantiales,
en Bruselas y en Brujas. Parece que por estas tierras no se estilan las fuentes
monumentales.
El resto del día hemos paseado sin rumbo, buscando murales callejeros
y encontrando alguno que otro, hemos subido hasta el parque y paseado por los alrededores del Palacio Real y el
Parlamento, y hemos vuelto a la estación de tren, que aunque muy bien situada es
horrible.
Hemos pasado de las instituciones europeas, porque nos
pillaban lejos y porque ni Guillermo ni yo teníamos interés en ir a buscarlas.
De vuelta en mi tierra firme he recordado que en nuestra
infancia, cuando nos veía despeinadas que era casi siempre, mi madre solía
decirnos “ven aquí que te peino que pareces una belga”.
Al hilo de este recuerdo me he preguntado qué relación
podían tener nuestros malos pelos con los habitantes de unas ciudades tan
tranquilas y urbanas.
Una ciudades que me han dejado, como compendio de los cinco
días que se me han ido por sus lugares, la curiosidad de las patatas fritas que
de forma sistemática nos colocaban en la mesa, en cada comida y en todos los
restaurantes; el gusto de las cervezas que he probado y el del chocolate que he
comido; la admiración por el estío de campos verdes, descubiertos a vista de
tren y campanario; la envidia por la ubicuidad del agua; el descubrimiento de su tradición arquitectónica
de formas distintas.
Y la sorpresa de que los profesores de inglés me han
engañado. Ellos me hicieron creer que nuestro “sí” se correspondía con el “yes”
de esa lengua, pero aquí siempre he oído “yeah” cuando afirmaban.
Y cada vez me acordaba de Julio Iglesias.
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