8 de septiembre de 2014. Lunes
Hemos encontrado a La
Madonna.
En la primera puerta a la derecha, antes de entrar a la nave
central de la iglesia, en una capilla lateral, entre dos imágenes sin
identificar, colocada tras un cristal y protegida por una valla que evita el
paso de los visitantes, y a los visitantes la contemplación del gesto de la
virgen, por fin hemos podido mirarla en compañía de una pareja argentina.
Admirar el perfil aéreo y los tejados de la ciudad nos ha
costado el esfuerzo de subir trescientos sesenta y seis escalones, uno por cada
día de un año bisiesto. Por fortuna, en el trayecto se ubicaban una sala con
puertas de nueve llaves donde en tiempo se guardaron los documentos de la
ciudad, el tambor del carillón, y las campanas; su distribución en alturas
diferentes nos procuraba descansillos intermedios que hemos agradecido.
El aforo máximo en el interior de la torre es de setenta
personas, número controlado escrupulosamente por la técnica. En el tramo final,
cuando el recorrido se angosta, la escalera de caracol, de madera y sin
contrahuella, hace el trayecto más oportuno para la gente con una cierta
tendencia claustrofóbica.
A la salida me he comprado un bolso de gatos que Guillermo
dice que es un bolso de loca.
Un paseo posterior por sus canales nos ha permitido obtener
una perspectiva diferente de Brujas. En una barca llena de pasajeros con cámara
o móvil en ristre, paparazzi en busca
de paisajes y caminos trillados y obvios, el capitán de la nave nos informaba de los lugares interesantes
que habíamos dejado en tierra. En inglés, en francés y en neerlandés.
A ratos yo conseguía entender lo que decía en la lengua de
Shakespeare, pero justo cuando empezaba a emocionarme, cambiaba de idioma. Y
servidora volvía a perderse.
Estos lares, tan llanos que desde las torres se divisa la
línea del horizonte cual si de un mar verde tratara, como un arco perfecto de
circunferencia, han hecho posible que en el interior de las ciudades los
vehículos de dos ruedas y los peatones sean dueños absolutos de las calles, el
tráfico rodado se reduzca al mínimo imprescindible y los conductores cedan el
paso. Siempre.
Aunque tengan la preferencia. En toda la zona interior del
canal mayor que la rodea, Brujas no tiene semáforos.
Por eso, tras la comida en una recoleta y tranquila plaza, acompañada
de una tranquila y fructífera conversación, hemos alquilado dos bicicletas, en
una tienda en la que únicamente nos han solicitado el nombre; ni documentación
ni fianza. Vamos, que han confiado que las devolveríamos.
Una vez motorizados nos esperaban los molinos, que no
estamos en Holanda, pero estamos cerca. Y, antes de llegar al primero, al
arrancar, me he esmoñado, lo que traducido del lenguaje de mi familia significa
que me he caído.
¿El resultado? Un enorme moratón, varios arañazos sin
importancia en la pierna, y una contusión en el tobillo que por fortuna me ha
permitido continuar,
Del resto del trayecto sólo cabe destacar un diálogo sin
acuerdo con Guillermo; él mantenía que la bicicleta es un vehículo del que no puede
uno bajarse mientras circula, y yo le contradecía afirmando que existen las señales
de stop.
A las nueve de la noche, en la lonja que forma unidad con el
campanario, con las estrellas por sombrero y ubicados en sillas colocadas para
la ocasión, esperábamos en comienzo de un concierto de carillón.
En estos eventos, al aire libre, gratis, y sin mucha demanda,
individuos que se los encuentran por casualidad y se acercan por curiosidad, se
mezclan con otros, expectantes y conocedores, que acuden expresamente y tienen
el privilegio de disfrutar a la vez del espectáculo y del ir y venir de los
demás.
Sin duda ha sido extraña la sensación de escuchar las obras
sin ver al ejecutante, situado a más de cien metros del suelo, escondido en el interior del campanario, al
lado de su teclado, mientras los espectadores mirábamos al cielo o a las
paredes circundantes, o contemplábamos la torre o el arco gótico que teníamos
enfrente.
He degustado la mitad del concierto en compañía. Después,
Guillermo ha decidido que aquella era una música patética
Mientras me preguntaba qué milagro, o qué física, permiten
que elementos tan compactos como las campanas puedan producir un sonido tan nítido
y delicado, ha sido emocionante escuchar a la gente musitando la melodía, en un
suave murmullo sincrónico con el carillón, para finalizar.
Mañana, Gante.