Fue una tarde
pintada de rosa, de esas que a veces regala la fortuna sin motivo y sin que se
las espere.
Tumbada en la
hamaca dejaba el tiempo pasar, sintiendo el sol entibiando mi espalda con sus
iniciales rayos veraniegos, los más esperados, los más deseados.
Pensamientos
ralentizados aparecían y desaparecían en instantes amontonados en algún lugar
indeterminado entre el sueño y la consciencia, enviándome el mensaje de estar
cerca de la gloria.
¡Qué podía
saber yo en ese momento!
Todo cambió con
un roce efímero y mimoso sin identificar en mi ralentizado estado de ánimo. No debí
esperar mucho para que aquello se repitiera en el mismo lugar, con la misma
justa intensidad, en una superficie creciente.
Sin volver la
cabeza pensé que alguien tenía ganas de jugar y decidí dejar hablar a mi cuerpo,
a estas alturas ya tan despierto como mi mente.
Los puntos de
contacto simultáneos aumentaron hasta estabilizarse sin que pudiera decidir
cuántos eran en total debido a su movimiento continuado, y a su merced iba yo
sintiendo suaves sensaciones en escalas de contactos, caricias, cosquillas,
mareos y escalofríos.
Aún puedo
dibujar el trayecto exacto de aquel recorrido. Su ascensión en zigzag hasta mi pierna; su descenso y posterior elevación
hacia el otro muslo, la presión siempre definida, más delicada y liviana si
pasaba a través de la ropa. Recuerdo mi ansiedad intentado adivinar qué parte
exacta de mi piel sería agraciada a continuación con el contacto de aquellos
dedos sutiles.
Su paso por mi
espalda me sumergió en un océano de tensiones que pusieron a prueba mis nervios
y mis sentidos del tacto; su llegada a mi pelo se tradujo en tiempo de
relajación y cosquillas y en sublimes masajes capilares de movimientos
imposibles.
Apéndices de
seda continuaron su recorrido por mi oreja izquierda hasta la mejilla, cuando
olvidando la pereza que me colmaba me decidí a abrir los ojos. Como en un sueño
me llegó la visión lateral de dos o tres esbeltas líneas, articuladas y tan estilizadas que no pude encontrar
comparación posible con nada conocido. Completamente cubiertas de hermosos y
estéticos pelitos cortísimos y tupidos, el contraste de su negro azabache con
el brillo del sol me llevó hacia colores imposibles.
Obnubilada por tanta
perfección me giré muy muy lentamente permitiéndola a ella continuar su viaje, mientras
esperaba ansiosa el momento propicio
para contemplarla a mis anchas.
A estas alturas
ya tenía claro quién era la causa de mis placeres.
Siguiendo los
puntos de apoyo proporcionados por mis curvas, continuó acariciando mi frente,
se paseó por mis párpados cerrados, bajó por mi nariz.
Su cercanía a
mi boca me sugirió la idea fugaz de fundirnos en un cuerpo único, pero con un
último resto de cordura me limité a entreabrir los labios aumentando la
superficie de contacto con aquellos apéndices que tanto parecían disfrutar
recorriendo mi cuerpo.
Su viaje
continuó por mi cuello y mi pecho. Observándola, me estremecí con sus elegantes
movimientos ni rígidos ni reptantes, con su manera geométrica de flexionar las
articulaciones, con el número variable de los puntos de contacto que en cada
momento me acariciaban.
Poco antes de
llegar al ombligo, tal vez agotada, se paró, estiró sus hermosos apéndices
táctiles y pude contemplar en todo su esplendor la simetría de aquel cuerpo
perfecto.
Admiré entonces
la belleza escondida en la armonía de las múltiples piernas largas perfectamente
torneadas, pero a la vez con la fuerza necesaria para sujetar un espléndido
conjunto de cuerpo y cabeza envueltos en una fina capa de pelo color carbón, corto,
hirsuto y espeso. Me pregunté qué escondido secreto le permitía provocar en mí
emociones tan intensas.
Y al final me
colgué de sus ojos. De los pequeños; recónditos y diminutos, debí empeñarme
hasta encontrarlos uno a uno y descubrir que gracias a su oportuna ubicación podían
mirar al mundo en todas las direcciones. Y que en aquel momento me contemplaban.
Pero, ¡ah! sus
otros ojos grandes. Enormes cuan negras bolas brillantes de marfil, en la
persistencia inquisitiva de su mirada sin pestañas encontré su curiosidad sobre
la experiencia que acababa de proporcionarme. Me recreé intentando encontrar la
respuesta.
Un salto
inesperado le hizo caer desde mi altura al suelo y seguir su ancestral instinto
poniendo en movimiento simultáneo sus múltiples apéndices mientras se alejaba.
Corrí tras ella.
Sintiendo el estómago en mi boca y de un zapatazo, maté a la araña.
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