BIOGRAFÍA
No cojas la cuchara con la mano
izquierda.
No pongas los codos en la mesa.
Dobla bien la servilleta.
Eso, para empezar.
Extraiga la raíz cuadrada de tres
mil trescientos trece.
¿Dónde está Tanganika? ¿Qué año
nació Cervantes?
Le pondré un cero en conducta si
habla con su compañero.
Eso, para seguir.
¿Le parece a usted correcto que un
ingeniero haga versos?
La cultura es un adorno y el negocio
es el negocio.
Si sigues con esa chica te
cerraremos las puertas.
Eso, para vivir.
No seas tan loco. Sé educado. Sé
correcto.
No bebas. No fumes. No tosas. No respires.
¡Ay, sí, no respirar! Dar el no a
todos los nos.
Y descansar: morir.
Gabriel
Celaya
La infancia es el periodo del aprendizaje por excelencia.
No de un aprendizaje cualquiera; más bien de uno grabado a sangre y fuego en
algún lugar desconocido del ser que siempre seremos. Y desde allí, agazapado,
nos enviará las postales de las que hablaba Saramago con mensajes únicos,
mutables, variados, diferentes, contradictorios, evidentes, difíciles o
imposibles de interpretar a través de los años.
En la infancia aprendimos los primeros pasos, torpes,
pero imprescindibles para continuar caminando. Aprendimos un idioma, utilizándolo
y buscando significados establecidos en el Diccionario.
Palabras que nos ampliaron el mundo, con ellas empezamos a nombrar al miedo y a
la derrota, a la caída y al dolor; pero también a la osadía y a la victoria, al
éxito y al placer, al hijo y al amigo.
En la infancia aprendimos un sistema de numeración que
clasificaba las unidades de diez en diez, mientras contábamos el número de
canicas, los saltos de la comba, los pasos del escondite, los cumpleaños. El
mismo sistema que, años más tarde, nos serviría para sumar ausencias.
En la infancia aprendimos cosas inútiles que nos proporcionaron
orgullos efímeros y seguridades permanentes.
En la infancia multitud de cosas se nos incrustaron en
los huesos, siempre sin pedir permiso. Aprendimos a jugar y a olvidar el juego;
a contar mentiras y a continuar mintiendo; aprendimos a querer que nuestro
padre y nuestra madre nos quisiesen y a sentir a los hermanos como nuestros
cómplices. Aprendimos emociones y lenguaje corporal, a mirar la alegría en
otros ojos y a expresar inseguridad o vergüenza mirándonos los zapatos.
En nuestra infancia descubrimos que hay preguntas que
no se hacen y temas que no se tocan. El sexo sólo era una más de tantas
cuestiones por aclarar que, como todos los adolescentes, acabaríamos por
descubrir envueltos en una revolución de hormonas, temores y silencios. Pero
estaban además los rojos, y nuestra historia reciente, y los libros prohibidos,
y los muertos innominados…
En la infancia arroparon nuestros aprendizajes
necesarios, nuestra vulnerabilidad y sus miedos, con sólidos envoltorios de
amor, frases hechas, lugares comunes, verdades absolutas, sentimientos con
protocolo y hagiografías ejemplares.
En la infancia aprendimos a liberar el cuerpo y a
encarcelar el alma.
Durante la infancia la crítica era pecado. Y la duda
conducía a la soledad.
Después, en algún lugar indeterminado de nuestra
biografía, la VIDA llegó a nuestras vidas y descubrimos que podíamos ser
críticos sin necesidad de un Dios que nos castigase, porque para eso no
necesitábamos a nadie fuera de nosotros mismos. Y, de forma inconsciente, pero
voluntaria, salimos al encuentro de la soledad.
Rompimos el lazo, y buscando el regalo, encontramos la
realidad.
Descubrimos que el único éxito posible era el
aprendizaje escondido en cada una de nuestras estaciones; que el hermano puede
que sea el policía; que las mismas palabras que nos liberaban nos encerraban en
limitaciones intrínsecas de estructura, sintaxis y significado.
Comprendimos por fin que nuestra trayectoria se
explica en números primos mejor que en múltiplos de diez, que el amor es una
incógnita eternamente por descifrar, que seguridades presentes sólo aseguran
futuras inseguridades.
Asumimos la única realidad del presente; porque más
allá de banalidades, el pasado puede ser una mentira a nuestra medida y nuestro
papel en la película del futuro está siempre por escribir.
Descubrimos “lo que la gente llama madurar, en suma”. En paráfrasis de un
verso incluido en un bello poema de Ángel González.
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Porque la educación, la sociedad, la familia, y sobre
todo los padres, transmitimos más lastre del que llega a nuestras consciencias,
porque jamás interpretará de manera idéntica el que da
y el que recibe,
porque más allá de las apariencias este es un texto
optimista,
porque espero que el bagaje recibido os ayude a remar vuestro
propio rumbo,
Para Jorge y
Guillermo, por orden cronológico.
Para Guillermo y Jorge, por orden alfabético.
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