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Hola.
-
Hola.
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Has venido.
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Claro. Estoy aquí.
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Ya. Lo veo. Es sólo que...
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Es sólo que, ¿qué?
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No nada.
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Estás igual.
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Eso parece.
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¿No estás de acuerdo?
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Sí, si tú lo dices.
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Hace buena tarde.
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Al fin no llueve.
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Aprovechemos. ¿Tomamos un café?
-
¿Dónde?
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Camarero, dos cafés, por favor.
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¿Cómo desean los cafés?
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Yo, solo.
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Yo, cortado.
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Te veo bien.
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Yo a ti también.
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¿Cómo te va?
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No me quejo. ¿Y a ti?
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Estoy aquí. Tendré que decir que bien.
-
¿Has vuelto a saber algo de toda aquella gente?
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No. ¿Para qué?
-
¿No tienes curiosidad?
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Ninguna. Me basta mirarme para saber.
-
Puede haber sido distinto.
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Sí, en la forma. No en el fondo.
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Te noto escéptico.
-
Tal vez. ¿Y quién no?
-
Tienes razón.
-
Fíjate en aquel chico.
-
Sí es un chico joven normal.
-
¿Qué es la normalidad?
-
Todo. La normalidad es todo.
-
¿No te resultaría agradable la existencia de alguna normalidad
diferente?
-
Seguro.
-
La mía lo es.
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¿En qué sentido?
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No creo que pudiera explicártelo.
-
¡Ah! Ya veo.
-
¿Pedimos la cuenta?
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Sí. Creo que será lo mejor.
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Deja. Pago yo.
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Gracias entonces. El próximo día me toca.
-
Seguro.
-
Entonces, adiós.
-
Adiós y buena suerte.
Los deberes del taller de escritura -entre
los que se cuelan múltiples posibles lecturas como referencias- tengo la
impresión de que van in crescendo en
esto del autoconocimiento. También en la implicación personal y emocional.
El primer día debíamos inventar un cuento cuya
idea original (como siempre) se me ha complicado, por lo que todavía alguna
neurona trabaja procesándolo. Para la próxima clase debemos crear un guión de teatro en el que tendremos que elegir los
personajes entre un padre, una madre, un hijo, una hija y un terapeuta. El
número de participantes en la comedia o el drama queda a elección de cada cual.
Las instrucciones para la clase del jueves pasado
eran inventar un diálogo, sin importar su grado de elaboración, sin definir los
intervinientes, y escrito de la forma más automática posible.
En mi opinión dos de los trabajos presentados
no se ajustaban exactamente a estos criterios, pero ambos son igualmente dignos
de mención por otros motivos. Uno, por impactante y por no ser apto para todos
los públicos; el otro, por su lenguaje poético, capaz de pasearnos por nubes de
colores imposibles.
Después de leer cada diálogo, el profesor preguntaba
si algún pensamiento concreto había guiado su escritura. No era mi caso porque
en el proceso, mis dedos se limitaban a teclear las cortas sentencias que mi
mente iba produciendo sobre la marcha. El resultado fue un texto lleno de
frases hechas, preguntas retóricas y palabras que a veces permiten intuir pero
nunca concretan.
Un diálogo que comunica incomunicación.
Cuando la clase había terminado, ya en la
calle, comenté con dos compañeras la cuestión de hasta qué punto podemos salir
de nosotros cuando escribimos, hasta qué punto es posible la invención; llegamos a la
conclusión de que hasta ninguno, porque en último término siempre pensamos la
realidad de los otros –las otras realidades- a través de los filtros propios.
Así que, sí. Incluso en este diálogo sin
sentido se esconde mucho de mí.
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