miércoles, 30 de octubre de 2013

La mia Firenze



A mis taitantos más muchos no me he movido demasiado por el mundo y, en lo que a viajes se refiere, creo tener enormes deudas con mi país. De lo que de él conozco, existen lugares a los que volvería siempre, otros en los que me perdería en determinados momentos o estaciones, algunos (pocos) que nada me dijeron. Y alguno más al que tornaría, aún sabiendo que no encontraría lo que allí  fuese a buscar.

Lo ignoto tendrá que seguir esperando, porque en los dos últimos años, la conjunción entre intereses y circunstancias favorables me han conducido a tierras italianas.

Y así, el año pasado recorrí en coche una parte de la Toscana, descubriendo paisajes de olivos y vegetación eternamente verde, poblaciones llanas enterradas entre colinas y la contradicción de ciudades que contienen en el espacio de una plaza al mundo, que las olvida unos metros más adelante.

En aquellos días subí a las torres de San Gimignano, sobrevivientes de los terremotos y de la historia; me bañé en el mar de Livorno y contemplé la plaza del Anfiteatro en Lucca; ascendí a la torre de Pisa, paseé por sus calles desiertas vecinas al Arno y cené contemplando la puesta de sol sobre el impresionante barranco que transcurre casi paralelo a Montopoli in Val d’Arno; suspiré contemplando la catedral de Siena y me perdí por sus calles buscando los escudos que distinguen a las contradas participantes en la fiesta del Palio.

Volterra fue un inesperado descubrimiento; y por los caminos de ida y vuelta cené con los mosquitos en Arlés, contemplé la locura genial de Dalí en la visita nocturna a su museo de Figueras y me enfadé en Mónaco, mientras seguía el recorrido de las calles por las que transita su Gran Premio de Fórmula Uno.

Y, por supuesto, Florencia.

Una ciudad que es arte e historia; tumulto, colas, incomodidad práctica y museos; calles por las que caminar, plazas por contemplar y un cielo para soñar; los Medici y el Renacimiento en todos sus sentidos; el Palacio Pitti y la Galleria degli Uffizi, la Plaza de la Señoría  y el duomo; el Ponte Vecchio, su río y los monjes de San Miniato cantando gregoriano; es Dante y su tumba vacía, Bocaccio y El Decamerón. Es el pasado hecho presente y un futuro por disfrutar.

Esta podría ser una de las múltiples definiciones objetivas posibles.

Pero Florencia es también el equilibrio y una belleza más allá de las  palabras, la Ítaca siempre posible, el lugar donde me perdería en las épocas en las que deseo olvidarme del mundo, el sueño de volver, un estado de ánimo, un amor que no hace daño, su recuerdo y mi abandono.

Esta es la ciudad que me pertenece en exclusiva.

Una ciudad en la que, contemplando su silueta a nuestra derecha y el sol poniente ante nosotros, sentados en la escalinata de Via Michelangelo, podría suceder que alguien interpretara con la guitarra Blowing in the wind, y sintiésemos los ojos brillantes mientras pensábamos que ese instante irrepetible también quedaría colgado en el viento.

O que al día siguiente de la despedida nos despertásemos cantando siempre un mismo estribillo porque no pudiéramos recordar el resto de la canción. Un estribillo que dijese: “Yo iba cada domingo a tu puesto del rastro a comprarte / carricoches de miga de pan, soldaditos de lata.”

Y que cuando consiguiésemos encontrar el resto de los versos, supiésemos que esas palabras forman parte de una bella canción de amor y olvido, en la que el autor canta a una amada que, atrapada entre los sentimientos incompatibles por el poeta y por un lugar, acaba eligiendo este último.

No hay comentarios:

Publicar un comentario