La semana, que había
empezado de viernes, cerraba el ciclo de lunes. Como siempre por la mañana, ya
andaba tarde. Y aún le faltaba peinarse.
Peinarse.
Hacía tiempo que había
hecho las paces con su pelo y, desde unos años atrás, incluso le gustaba; ahora
le parecía, además, que permitía muchas posibilidades de cambio sin necesidad
de dedicarle demasiado esfuerzo.
Ya tenía decidido el
aspecto que le daría ese día. Sería el mismo de aquella vez; cuando su amiga le había comentado lo
estupendo que le quedaba.
Por eso entró en el
baño con tranquilidad, puso el tapón al lavabo, abrió el grifo, cogió el peine
y, con mano y peine colgados en el espacio, se miró -y se vio- al otro lado. No
se encontró especialmente guapa, ni fea, ni distinta. Se encontró ella misma. Sin
pensar mucho lo que decía, le soltó al otro lado del espejo: este es todo tu equipaje.
Cerró el grifo y
empezó a mojar el peine pasándolo por el pelo cada vez; primero la mitad
izquierda, después la derecha, a continuación todo junto, sintiendo cómo iba
tomando la forma que ella deseaba a medida que se humedecía. Muy despacio,
disfrutando cada vez que, mecánicamente, repetía los movimientos precisos.
Entendió el placer de damas cepillando largas cabelleras, una y otra vez, antes de acostarse.
Entendió el placer de damas cepillando largas cabelleras, una y otra vez, antes de acostarse.
Pensó entonces en
viejas historias. En todas las veces que le habían hecho los mismos comentarios
sobre su pelo, hasta conseguir que ella también lo odiara.
Sintió una dulce
venganza sin remordimientos. Volvió a llevar el peine hasta el lavabo.
Sonrió.
Es lo bueno de crecer, aprendes a quererte... incluso a gustarte.
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