Probablemente la capacidad de clasificar todos los elementos del mundo que nos rodea, incluidas las personas, es una característica más de las muchas que nos han ayudado a evolucionar como especie. Hasta el punto de haberla convertido en necesidad.
A la vez que el hombre estableció la diferencia entre “bueno” y “malo”, marcó criterios de comportamiento, en el sentido de que había que luchar por lo positivo e intentar huir de lo negativo. Después llegarían las extensiones y, a la vez, los matices, a medida que la sociedad se diversificaba y la especie humana se concienciaba de que (en muchos aspectos) podía trasformar el mundo a su medida. Se necesitaron muchas generaciones para que pudiésemos comprender que todo tiene un precio.
Haciendo de la virtud hábito, hemos encontrado muchas escalas en las que incluir (o de las que excluir) a la gente. Y, para no perder el tiempo, empezamos a asignar papeles desde el nacimiento. Así, siendo muy pequeñitos, tenemos niños buenos, trastos, rebeldes, simpáticos, inteligentes, cabezotas, patosos, etc., cuando no directamente malos o tontos. Hasta qué punto nuestra clasificación prematura influirá en el desarrollo de la realidad, es algo que nunca podremos saber; pero me parece una pregunta que todos, y especialmente los padres (y tal vez los profesores), deberíamos hacernos.
A los niños trastos, siempre que su actividad no llegue al punto de desquiciarnos, solemos mirarlos con una cierta condescendencia e incluso con simpatía (¡es un niño!); los rebeldes nos desesperan, pero saben desde bien pronto luchar por lo que quieren (aunque se equivoquen en la forma); los simpáticos son el centro de las reuniones familiares; a los inteligentes se les admira (y probablemente se les envidia); los cabezotas, obviando las guerras puntuales a las que nos conducen, poseen la suerte de tener sus cosas claras; los patosos tendrán, tal vez, problemas para aprobar la educación física, pero raramente la cosa pasa de ahí.
¿Y qué ocurre con los niños a los que catalogamos, siendo apenas bebés, de “niños buenos”?
Por supuesto, para la familia es fantástico. Nunca dan la nota en las reuniones, se acomodan a nuestros intereses, no sacan los pies del tiesto, y difícilmente se colocan en situaciones que puedan provocarles accidentes; les sentamos en un ricón y se quedan allí, entretenidos con cualquier cosa. En otras palabras, son sociables porque no dan guerra. Tienden a pasar desapercibidos y, cuando hay más niños, nunca son el centro de atención de los adultos.
El mensaje que recibe continuamente un niño “bueno” es: “estamos encantados porque haces lo que nosotros queremos”. Cuando hace algo que él desea y que no nos parece oportuno, por supuesto se lo haremos saber. Y su interpretación será que es malo actuar según sus apetencias.
Me pregunto hasta qué punto sólo enseñamos a estos niños a acomodar su mundo a nuestros deseos, educando futuros adultos sin recursos para alcanzar la felicidad personal. Hasta qué punto, nuestro comportamiento les niega la adquisición de herramientas psicológicas imprescindibles para preguntarse sobre sí mismos; para encontrar respuestas; para intentar, siquiera, llevar sus respuestas a sus vidas.
Me ha encantado, de verdad. A veces me pregunto que habría pasado si nunca hubiese discutido con mis padres por algo que yo quería hacer y que ellos consideraban oportuno. Probablemente me habría convertido en una mujer gris, sin expectativas y tremendamente aburrida por no haber decidio jamas por mí misma
ResponderEliminarElena Duce