lunes, 2 de abril de 2012

Es un niño tan bueno...

Probablemente la capacidad de clasificar todos los elementos del mundo que nos rodea, incluidas las personas, es una característica más de las muchas que nos han ayudado a evolucionar como especie. Hasta el punto de haberla convertido en necesidad.

A la vez que el hombre estableció la diferencia entre “bueno” y “malo”, marcó criterios de comportamiento, en el sentido de que había que luchar por lo positivo e intentar huir de lo negativo. Después llegarían las extensiones y, a la vez, los matices, a medida que la sociedad se diversificaba y la especie humana se concienciaba de que (en muchos aspectos) podía trasformar el mundo a su medida. Se necesitaron muchas generaciones para que pudiésemos comprender que todo tiene un precio.

Haciendo de la virtud hábito, hemos encontrado muchas escalas en las que incluir (o de las que excluir) a la gente. Y, para no perder el tiempo, empezamos a asignar papeles desde el nacimiento. Así, siendo muy pequeñitos, tenemos niños buenos, trastos, rebeldes, simpáticos, inteligentes, cabezotas, patosos, etc., cuando no directamente malos o tontos. Hasta qué punto nuestra clasificación prematura influirá en el desarrollo de la realidad, es algo que nunca podremos saber; pero me parece una pregunta que todos, y especialmente los padres (y tal vez los profesores), deberíamos hacernos.

A los niños trastos, siempre que su actividad no llegue al punto de desquiciarnos, solemos mirarlos con una cierta condescendencia e incluso con simpatía (¡es un niño!); los rebeldes nos desesperan, pero saben desde bien pronto luchar por lo que quieren (aunque se equivoquen en la forma); los simpáticos son el centro de las reuniones familiares; a los inteligentes se les admira (y probablemente se les envidia); los cabezotas, obviando las guerras puntuales a las que nos conducen, poseen la suerte de tener sus cosas claras; los patosos tendrán, tal vez, problemas para aprobar la educación física, pero raramente la cosa pasa de ahí.

¿Y qué ocurre con los niños a los que catalogamos, siendo apenas bebés, de “niños buenos”?

Por supuesto, para la familia es fantástico. Nunca dan la nota en las reuniones, se acomodan a nuestros intereses, no sacan los pies del tiesto, y difícilmente se colocan en situaciones que puedan provocarles accidentes; les sentamos en un ricón y se quedan allí, entretenidos con cualquier cosa. En otras palabras, son sociables porque no dan guerra. Tienden a pasar desapercibidos y, cuando hay más niños, nunca son el centro de atención de los adultos.

El mensaje que recibe continuamente un niño “bueno” es: “estamos encantados porque haces lo que nosotros queremos”. Cuando hace algo que él desea y que no nos parece oportuno, por supuesto se lo haremos saber. Y su interpretación será que es malo actuar según sus apetencias.

Me pregunto hasta qué punto sólo enseñamos a estos niños a acomodar su mundo a nuestros deseos, educando futuros adultos sin recursos para alcanzar la felicidad personal. Hasta qué punto, nuestro comportamiento les niega la adquisición de herramientas psicológicas imprescindibles para preguntarse sobre sí mismos; para encontrar respuestas; para intentar, siquiera, llevar sus respuestas a sus vidas.

1 comentario:

  1. Me ha encantado, de verdad. A veces me pregunto que habría pasado si nunca hubiese discutido con mis padres por algo que yo quería hacer y que ellos consideraban oportuno. Probablemente me habría convertido en una mujer gris, sin expectativas y tremendamente aburrida por no haber decidio jamas por mí misma
    Elena Duce

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