Memorable e instructivo. Las dos palabras
definen mi último viaje en el que encontré a la misma Bruselas y a otro
Guillermo.
El jueves a las 19:00 horas el avión
despegó con cuarenta minutos de retraso y tras un vuelo tranquilo y cómodo con
los dos asientos de al lado vacíos, aterricé en Charloroi, encontré el autobús
a la primera, subí sin necesidad de hablar con nadie y llegué a mi destino
sobre las once menos cuarto y aún con luz natural.
Allí nos encontramos.
Tras una ensalada sin pan pero con cerveza,
que para eso estábamos en Bélgica, fuimos a una terracita estupenda, en una
plaza estupenda, situada al lado de la casa que ha sido su casa durante este
último curso.
Y hablamos, de nuestras cosas.
El viernes era un día especial, me caía uno
más. Empezamos desayunando en uno de los múltiples bares de la misma plaza.
Mientras Guillermo me iba contando cosas de
la idiosincrasia de la ciudad y de sus gentes sólo conocidas por quién ha
vivido la ciudad, pateamos diferentes barrios, subimos a un mirador, entramos
en el Palacio de Justicia, nos cruzamos con dos togados, recorrimos el área de
los palacios, los museos y el parque en dónde ya habíamos estado la otra vez.
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La Grand Place (Bruselas) 17 de junio de 2016 |
Tras el paso obligatorio por la Grand Place
que a diferencia de la otra vez tenía todas las fachadas descubiertas y lucía
esplendorosa, y la visita al Manneken Pis sin disfraz, por los alrededores de los
edificios neoclásicos de la bolsa y la ópera, callejeando llegamos al lugar que
había elegido para invitarme a comer.
En un sitio en el que se come de pie y al
aire libre, el menú consistió en una buenísima sopa de pescado, dos platos de peces
diferentes que terminaron enfriándose de la misma manera y dos copas de
prosecco, vino que yo desconocía a pesar de mis filias italianas, una prueba
más de que nada es perfecto.
Para descansar me condujo a un callejón
ocupado enteramente por un bar enorme de varios pisos, el Delirium tremens, que pasa por ser el que mayor variedad de
cervezas tiene en la carta, y por lo visto bastante conocido, al menos por los
guías turísticos, porque el lunes oí a una que hablaba de él a sus escuchantes.
Cuando empezó a llover nos dimos cuenta de
que nos protegía una sombrilla; como estábamos a gusto, nos faltaba el paraguas
y al movernos nos mojaríamos, pedimos otra cerveza.
Y hablamos, de gramática, de la RAE, de
nuestro idioma y de los idiomas.
Por supuesto fuimos a la zona europea, esa
en la que se toman las decisiones que acaban incidiendo en nuestras vidas, al
exterior del edificio de la Comisión, que no me gustó, y del Parlamento, más de
acuerdo con mis ignorantes gustos arquitectónicos. Guillermo me enseñó su
universidad.
Volvimos a casa en el metro y de camino
pasamos por el súper y compramos el pan y una botella de vino con el abridor correspondiente,
para acompañar la tortilla de patatas que Guillermo cocinaría.
Salimos después a la misma plaza vecina, de
la que no puedo decir el nombre porque no me lo he aprendido.
Y hablamos, de nuestras cosas.
Nos acostamos.
Y seguimos hablando de nuestras cosas.
El sábado la climatología hizo honor al
lugar descargando una nube cada poco tiempo. Fue el día de Lovaina, a veinte
minutos en tren y situada en la zona flamenca del país, una bonita ciudad con biblioteca y universidad famosas y con una preciosa plaza donde se ubican el ayuntamiento y la catedral.
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Ayuntamiento de Lovaina. 18 de junio de 2016 |
Allí empezamos tomando un café que terminó
juntándose con la comida por la lluvia.
Y hablamos, de nuestras cosas.
Cuando por fin decidimos movernos, nos
mojamos. Nos resguardamos en la catedral, único sitio disponible y cercano.
Tras la enésima escampada, dimos una vuelta, encontramos una plaza con un
ambiente tremendo de gente, pantallas gigantes y algunos militares, porque
jugaba Bélgica la Eurocopa. Nos regalaron una especie de pintalabios con los
colores de la bandera belga, que me pinté en la muñeca.
Buscamos un lugar más tranquilo, nos
sentamos, me pedí el enésimo café.
Y hablamos, de la familia, y de cosas suyas
y mías.
Con el caer de la tarde, Guillermo se fue a
una fiesta y yo me quedé mirando pasar el tiempo mientras leía el periódico.
El domingo la lluvia dio una tregua. En un
mercadillo buscamos el pan, que compramos, y espinacas, que no compramos. Después
de tomar una cerveza, y hablar, comimos en casa.
Invertimos dos horas de nuestro tiempo en
llegar a Dinant, al Sureste de Bruselas, cuna del inventor del saxofón y ciudad preciosa entre riscos y árboles,
a orillas del Mosa. Entré a la catedral, mas a pesar de mi buena disposición para
subir los miles de escaleras que conducen a la ciudadela, no pudimos acceder ni pasear por sus murallas. Habían cerrado a las seis.
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Dinant. 19 de junio de 2016 |
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Puente sobre el Mosa. Dinant. 19 de junio de 2016 |
Paseamos, y llegados al río nos sentamos en
una plataforma de madera en la orilla disfrutando los rayos de sol que la tarde
nos regalaba.
Y hablamos, de nuestras cosas, de las
cosas.
De vuelta calculamos mal el tiempo, nos
faltaron dos minutos. Teníamos que esperar una hora, así que buscamos una
terraza.
Y hablamos, no recuerdo de qué, del più e del meno, credo.
Cuando al fin subimos al tren, cómodamente sentada
en el medio de transporte que más me gusta, contemplando el exuberante paisaje
arbóreo, las rocas que dejaban ver de vez en cuando, y el Mosa paralelo a la
vía, pensaba en la belleza.
El lunes amaneció un día de perros, de
lluvia y viento. Volvimos, andando, al centro, a la Grand Place y al Manneken
Pis que tampoco estaba disfrazado, compré bombones, paseamos hasta casa. Alternábamos
el camino y las paradas con la charla, de política, de historia, del país, de
psicología, otra vez de la lengua…
Antes de subir por última vez los cuatro
pisos, altos y sin ascensor, brindamos con la última cerveza de mi estancia.
Y hablamos, de las cosas de Guillermo y de
las mías. Fue la charla que más me gustó.
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Muralla antigua. Bruselas. 20 de junio de 2016 |
Después me acompañó al autobús y nos
despedimos. Yo subí, él se fue.
En el viaje de vuelta, tranquilo pero con
menos espacio a mi disposición, sentada en la ventanilla justo detrás del ala,
entre una capa blanca uniforme, sin referencias de movimiento externo, y con la
sensación de que el avión permanecía suspendido en medio de ningún lugar, yo
pensaba en una habitación vacía.
Las nubes quedaron detrás
de los Pirineos y yo volví a pisar tierra a las 20:30. Madrid me esperaba con
30 grados.