Hoy he echado
de menos a mi padre.
Escuchando las
canciones con las que siempre lo recuerdo hoy lo he echado de menos; a él y a tantas
cosas perdidas con el pasado.
Después he
rescatado un texto.
Si obviamos el
corto y pego, convendremos en que las palabras escritas tienen la virtud de la
permanencia, aunque ello no implique significado único. El transcurso del tiempo,
los volátiles estados de ánimo o nuevas experiencias cambiarán las
implicaciones del mismo texto leído o releído.
El rescate que
ahora presento lo escribí como un ejercicio para el curso que frecuenté en
2014. Su título completo era Escritura y autoconocimiento.
Lo impartía un psiquiatra.
Al leerlo en
clase tuve una fuerte sensación de que al profesor le desconcertaba la última
frase, pero se quedó sólo en eso, en una sensación, porque él nunca nos daba
las respuestas. Como buen psiquiatra, nos mostraba caminos por los que indagar.
Su reacción me
condujo a su vez a preguntarme si me había pasado; cuando escribo transito siempre entre la amplitud de la polisemia y los límites de la autocensura. Pedí opinión a dos
personas: a una le parecía un final estupendo y la otra convino en que sí era excesivo. Tampoco aquello aclaraba nada, por lo que puse el texto a dormir en una carpeta
virtual.
Hasta hoy. He vuelto a leerlo y he decidido
publicarlo como en su momento lo escribí.
Va por ti,
Orejas.
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Ya no existen
los molinos, no en el sentido originario de la palabra; si acaso algunos quedan
vacíos de contenido, esparcidos por La Mancha como recuerdo de otros tiempos; o
quizás podamos encontrar restos de sus
aparejos y de su arquitectura en hoteles y casas rurales reconvertidos, que nos
ofrecen descanso y el intento inútil de recuperación de una parte del mundo que
se fue.
Aquellos viejos
molinos tenían el infinito en el movimiento sin traslación de las aspas y de
las muelas, en los círculos de sus giros empujados por el aire o el agua.
En mi familia siempre
existió El Molino, así, con un artículo determinado que lo personalizaba. Y
sobre él he construido mi molino, con
los cimientos de certezas imaginadas, porque el verdadero se hundió en épocas
que no abarcan mis recuerdos más allá de piedras caídas, y de zarzas que nos
pinchaban las piernas mientras jugábamos y recogíamos las avellanas.
Sólo a través
de memorias ajenas he sabido que yo sí pasé algunas noches y días de mi primerísima
infancia entre trigo, harina y enseres de la molienda, entre los múltiples tíos
y primos de una familia numerosa. Una de las pocas verdades reconvertidas por las que me
sentí diferente, única y privilegiada.
También a
través de recuerdos de otros he conocido el aislamiento de la vida en un lugar
situado en medio de ningún sitio, he imaginado las complicaciones cotidianas cuando
el río se desbordaba, he mitificado el largo camino necesario para llegar a
cualquier lugar, he absorbido la miseria y las miserias, los egoísmos y los
heroísmos de gente anónima en los difíciles tiempos de una guerra no vivida.
Por todo mi
recorrido puedo rescatar recuerdos de El Molino.
Y de mi molino,
que es añoranza de infancia y de inocencia, y una penúltima tarde de verano y
charla tranquila a la sombra de un patio con punzante consciencia del fin.
Mi molino es
el ruido de fondo de mi vida, nostalgia y cimientos, otras vidas hechas propias,
viejas fotografías que pierden colores y ganan intensidad.
Mi molino es
mi padre.
Hola Pe:
ResponderEliminarNo creo que pueda existir un molino mejor que el tuyo.
Cuando era pequeña e iba con papa a coger avellanas, como tú años antes, fantaseaba con la idea de haber pasado tiempo en ese molino imaginario y romántico para mí.
Besos
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