Mientras me
embobaba disfrutando la serenidad de la noche y la plenitud de la luna llena me
he comido con el coche un bordillo de cuya existencia tenía conocimiento
previo, pero hoy quiero contar otra historia.
Sábado por la
mañana, aparcamiento del H2Ocio, habíamos terminado los quehaceres que allí nos
habían conducido, habíamos ubicado las adquisiciones en el maletero, y
Guillermo se había marchado con el carrito a su lugar mientras servidora
pretendía abrir su vehículo.
Aparcado a la
izquierda estaba otro automóvil, negro. En
el interior, un bebé tranquilamente sonriente, en el exterior su sillita de
paseo esperándole, y una mujer, con la edad oportuna para parecer la mamá, practicando
dedding (léase “moviendo
compulsivamente los dedos”) sobre el teclado del móvil.
La puerta de su
coche, abierta, me impedía abrir la del mío, por lo que tras un tiempo
ejerciendo de palo tieso que consideré prudencial, decidí abrir la boca.
-
Perdona, ¿vas a salir? es que no puedo entrar.
-
Ah, sí.
Cerró la puerta
de su vehículo y se puso detrás de él.
Yo subí al mío,
bajé los cristales de las ventanillas porque hacía calor, me abroché el
cinturón, arranqué el motor, volvió Guillermo, subió, puse marcha atrás,
salimos del aparcamiento, metí primera, después segunda, y nos fuimos.
La última vez
que miré por el retrovisor, ella seguía practicando dedding.
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