Hoy hace un
siglo del asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando de Austria,
oficialmente causa del comienzo de la Primera Guerra Mundial, aunque en
realidad hiciera mucho tiempo que se supiera de la inevitabilidad de la
contienda, y muchos poderosos, sectores y personas, se frotaran las manos entreteniendo
la espera.
Nada nuevo.
En realidad
este constituye uno más de los numerosos aniversarios que todos los días
celebramos de cada acontecimiento que memorias individuales han ido recogiendo
en eso que, reunido e interpretado, llamamos Historia.
Tomando
posición ideológica ante acontecimientos del pasado y sucesos ocurridos cuando
no éramos, eliminados los riesgos de afrontar consecuencias de decisiones
equivocadas, sin arriesgar fama ni moralidad, frente a los muertos y las
injusticias de la Historia resulta fácil posicionarse.
No nos jugamos
nada.
Así que desde
mi cómoda atalaya del presente que mira al pasado, desde mi pequeñez como
individuo perteneciente a un grupo, Homo
sapiens sapiens, actor de las mayores gestas y de las más profundas
miserias, tomando como excusa este aniversario oficioso, se me han ocurrido
algunos comentarios.
Porque todas
las instituciones sobreviven a los conflictos, tal vez con otro nombre, quizás
con otros socios, pero no existe repuesto para cada vida rota con remedio.
Porque muy
pocos controlan el sufrimiento de la mayoría, y la evolución de los conflictos es
tan imprevisible como los cambios de los intereses de esas minorías.
Porque me niego
a comprender que se celebre con euforia el envío de una generación entera al
encuentro del dolor más inútil, evitable primero e ineludible después, en
nombre de un ideal que, si tuviese mínima moralidad, jamás podría justificar
métodos semejantes.
Porque los ilusos,
los idealistas y los interesados interpretaron como la última de las contiendas
la que sólo constituyó el aperitivo de todas las posteriores, diseminadas por
los largos cien años del siglo XX.
Porque
cualquier guerra transmuta la educación de siglos en siglos de odio.
Porque ninguna es
corta para quien la padece.
Porque todas constituyen
nuestra derrota como especie.
Porque muchos
son, somos, hijos de un amor, pero todos somos descendientes de muchos
conflictos, alguno ganado, perdidos los más.
Este pretende
ser mi inútil y diminuto homenaje a todos los inútiles muertos de todas las
guerras.
Y, porque la
música, que en las bandas de los regimientos anima a matar o morir, y morir así
es también una forma de matar, puede, en otras circunstancias y contextos, manifestar
el espíritu mejor que nos une más allá de destinos puntuales y personales,
comparto este enlace con los que os habéis acercado hasta aquí para dedicarme
un ratito de vuestro tiempo.
GRACIAS.
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