Viernes, 6 de
diciembre. Día de la Constitución. Día de la única fiesta laica del calendario
anual español. Día de eventos institucionales que a los españolitos de a pie nos
importan un bledo. Porque lo que nos apetece es salir corriendo desde la
dirección que figura en nuestro DNI hacia cualquier lugar aprovechando que, en
contra de las intenciones expresas de los que nos gobiernan, siempre cae en
puente.
Así que,
cumpliendo con este protocolo y aprovechando la oportunidad, a las siete en
punto de la mañana ha sonado el despertador, a las ocho estábamos camino de la
M 40 y antes de la una, tras más de doscientos kilómetros por autovía y
alrededor de cincuenta por carreteras que nos parecían eternas, hemos llegado los
primeros a Almonacid de la Cuba.
Debo decir que
he vuelto a los primeros días de mi vida; he vuelto a un molino, situado en una
casa inmensa, asomado a un impresionante barranco de rocas graníticas, separadas
por el río y unidas por el puente que sobrevuela una presa romana, de los
romanos de verdad, del siglo I de nuestra era.
Una vez medio
ubicados hemos seguido el camino de la iglesia intentando buscar el bar, en la
creencia de que en los pueblos pequeños ambos suelen compartir vecindad.
No era el caso,
pero una vez encontrada la taberna, y dado lo pronto que anochece en estos días
invernales, el día se puede resumir en una cerveza, la comida, un corto paseo,
tres cervezas más en el otro bar (hay que hacer amigos) y la recogida del
rebaño.
Después de
haber llenado la andorga con una cena variada, aquí estamos reunidos representantes
de un amplio abanico de añadas, y de cuatro comunidades autónomas.
Castilla León,
Cataluña, Madrid y Euskadi, se han puesto de acuerdo para colaborar en el intento
de pasar un fin de semana de risas compartidas, legislando como podemos por unanimidad, sin
peleas por las competencias y conformándose cada cual la parte de poder que le
corresponde.
Los ludópatas
han montado la timba, con cazuela de sangría incluida, mientras yo comenzaba
este resumen.
Con el fin de
la partida, mientras la mayoría se dirigía a soñar con los angelitos (o con lo
que tocara), cuatro valientes hemos continuado la costumbre veraniega del
pueblo y, con guantes, gorros, abrigos y bufandas, un paseo nocturno de cuatro kilómetros ida y vuelta nos ha permitido buscar a la Osa Mayor y encontrar la constelación
de Orión, mirar a la luna en cuarto creciente, descubrir la Vía Láctea ligeramente visible y el mismo
brillo de siempre en las estrellas, y desear momentos eternos mientras veíamos
caer estrellas fugaces.
Ahora se ha
hecho el silencio y ya solo me queda intentar poner en orden las pocas ideas que
me quedan a estas horas de la madrugada y desearle buenas noches al mundo.
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