A mis taitantos
más muchos no me he movido demasiado por el mundo y, en lo que a viajes se
refiere, creo tener enormes deudas con mi país. De lo que de él conozco, existen
lugares a los que volvería siempre, otros en los que me perdería en
determinados momentos o estaciones, algunos (pocos) que nada me dijeron. Y
alguno más al que tornaría, aún sabiendo que no encontraría lo que allí fuese a buscar.
Lo ignoto tendrá que seguir esperando, porque en los
dos últimos años, la conjunción entre intereses y circunstancias favorables me
han conducido a tierras italianas.
Y así, el año pasado recorrí en coche una parte de la
Toscana, descubriendo paisajes de olivos y vegetación eternamente verde, poblaciones
llanas enterradas entre colinas y la contradicción de ciudades que contienen en
el espacio de una plaza al mundo, que las olvida unos metros más adelante.
En aquellos días subí a las torres de San Gimignano,
sobrevivientes de los terremotos y de la historia; me bañé en el mar de Livorno
y contemplé la plaza del Anfiteatro en Lucca; ascendí a la torre de Pisa, paseé
por sus calles desiertas vecinas al Arno y cené contemplando la puesta de sol
sobre el impresionante barranco que transcurre casi paralelo a Montopoli in Val
d’Arno; suspiré contemplando la catedral de Siena y me perdí por sus calles
buscando los escudos que distinguen a las contradas
participantes en la fiesta del Palio.
Volterra fue un inesperado descubrimiento; y por los
caminos de ida y vuelta cené con los mosquitos en Arlés, contemplé la locura
genial de Dalí en la visita nocturna a su museo de Figueras y me enfadé en
Mónaco, mientras seguía el recorrido de las calles por las que transita su Gran
Premio de Fórmula Uno.
Y, por supuesto, Florencia.
Una ciudad que es arte e historia; tumulto, colas, incomodidad
práctica y museos; calles por las que caminar, plazas por contemplar y un cielo
para soñar; los Medici y el Renacimiento en todos sus sentidos; el Palacio
Pitti y la Galleria degli Uffizi, la
Plaza de la Señoría y el duomo; el Ponte Vecchio, su río y los
monjes de San Miniato cantando gregoriano; es Dante y su tumba vacía, Bocaccio
y El Decamerón. Es el pasado hecho
presente y un futuro por disfrutar.
Esta podría ser una de las múltiples definiciones
objetivas posibles.
Pero Florencia es también el equilibrio y una belleza más
allá de las palabras, la Ítaca siempre
posible, el lugar donde me perdería en las épocas en las que deseo olvidarme
del mundo, el sueño de volver, un estado de ánimo, un amor que no hace daño, su
recuerdo y mi abandono.
Esta es la ciudad que me pertenece en exclusiva.
Una ciudad en la que, contemplando su silueta a
nuestra derecha y el sol poniente ante nosotros, sentados en la escalinata de
Via Michelangelo, podría suceder que alguien interpretara con la guitarra Blowing in the wind, y sintiésemos los
ojos brillantes mientras pensábamos que ese instante irrepetible también quedaría
colgado en el viento.
O que al día siguiente de la despedida nos
despertásemos cantando siempre un mismo estribillo porque no pudiéramos
recordar el resto de la canción. Un estribillo que dijese: “Yo iba cada domingo
a tu puesto del rastro a comprarte / carricoches de miga de pan, soldaditos de
lata.”
Y que cuando consiguiésemos encontrar el resto de los
versos, supiésemos que esas palabras forman parte de una bella canción de amor
y olvido, en la que el autor canta a una amada que, atrapada entre los sentimientos
incompatibles por el poeta y por un lugar, acaba eligiendo este último.