Mi
padre tenía una viña. Bueno, tenía más; pero yo sólo quiero hablar de esta,
situada en los pagos (así dicen por aquella tierra) de Consuelo.
Como
mandan los cánones, o más bien la naturaleza, todos los años debíamos
vendimiarla. En este menester nos limitábamos a ir, cortar las uvas y echarlas
en la cesta que, una vez llena, volcábamos al cesto correspondiente. Cuando el
último racimo caía en el sitio que le tocaba en suerte, recogíamos los trastos
y nos marchábamos.
Algún
año, si la hora acompañaba y las circunstancias se prestaban, también
almorzábamos.
Después,
mi padre vendió la viña y yo me alegré porque quedé liberada de trabajar duramente el doce de octubre en los años sucesivos.
Una
vez sin obligaciones, volví a aquellos lares, paseando en compañía, no recuerdo
cuánto tiempo después, un día de Semana Santa.
Y,
aparte de confirmar que las cepas continuaban donde las habíamos dejado, desde
aquel lugar habitual en tantos días míos, divisé por vez primera un horizonte nuevo.
Al Norte, la Sierra de La Demanda; por el Sur, las estribaciones de Somosierra;
en medio, colinas y llanuras infinitas de árido paisaje castellano.
Mi
comentario fue obvio.
Más
cerca del presente, en uno de estos últimos fines de semana surgió, con
distintas amigas, por diversos motivos y en circunstancias diferentes, un mismo
tema de debate.
Bien
porque se trataba de una conversación telefónica, o porque nos lo impedían las
músicas encontradas de la feria a volúmenes imposibles, el frío que nos atería
y los gritos de pantallas y seguidores futboleros, en ninguno de los casos
llegamos a profundizar en un tema que pedía a gritos mayor dedicación.
¿Qué
pasa cuando sentimos que alguien nos ha decepcionado? Esta era la cuestión a
dirimir.
Somos
humanos e imperfectos. Consecuencia de esperanzas subjetivas, relativas y,
siempre, equivocadas, decepcionamos y somos decepcionados. Los papeles nunca
son intercambiables es estos casos, porque uno actúa y el otro siente.
Para
terminar de complicar la historia, tanto la interpretación como el sentimiento son
exclusivos del decepcionado. Y ambos pueden estar equivocados.
Pero
eso, en realidad, no cambia nada.
En
aquellos intercambios de opiniones de que antes hablaba, establecimos que el
tamaño (del desencanto), el cómo, el quién, los porqués y los matices, determinan
la aparición –o no- de consecuencias, y su
profundidad.
Pero
nuestro tema de conversación eran, sólo, las desilusiones pequeñas. Y, a bote
pronto, se distinguían dos posiciones.
La
primera proponía, llegado el caso, incorporar a la saca la nueva experiencia y seguir
la relación como siempre.
Recoger
todas las cosechas y aprender (para el futuro) con cada vendimia.
Por
el contrario, la segunda argumentación entendía que el elemento decepcionado varía
su interpretación sobre el otro, se adapta y –aunque el cambio pueda ser muy
sutil- modifica el comportamiento y espera,
busca ¿y encuentra? a partir de ese momento, hechos diferentes.
Que,
también en este caso, la mirada cambia el paisaje.
No sé si sabes que tu frase "La mirada cambia el paisaje"
ResponderEliminares similar, con pequeños matices, a la que Marcel Proust lanzó tiempos atrás: "El verdadero viaje del descubrimiento no consiste en cambiar el paisaje, sino en cambiar la mirada”.
En cuanto a las decepciones creo que se producen porque ponemos demasiada carga emocional, expectativas, ilusiones, en los otros. Si no esperas nada del otro, lo que te de será como un regalo. Ahí vamos, intentando crecer, aprender, respirar.
Besos