Ella
era una chica normal, ni guapa ni fea, ni alta ni baja, ni lista ni tonta.
Normal.
Había
venido al mundo en una familia normal, en un pueblo normal de una provincia
normal de pongamos (por acotar un poco sus circunstancias) España. Y, como en
cualquier caso normal, había nacido y crecido; todavía no se había reproducido
cuando la historia comienza y, evidentemente, tampoco se había muerto.
Eso
sí, cuando tuvo los años convenientes, el trabajo oportuno, las circunstancias
favorables y la decisión necesaria, se independizó de padres y hermanos.
También
él era un chico normal. Ni rubio ni moreno, ni flaco ni gordo, ni alegre ni
triste. También él había nacido en un lugar indeterminado y había cumplido las
dos primeras funciones características de cualquier ser vivo. También tenía una
familia.
Ambos
eran normalmente diferentes.
Vivieron
sus vidas, perfectamente desconocedores el uno del otro, hasta que un día
normal de una semana normal de un año cualquiera, el azar cruzó sus caminos.
Tras
un tiempo más o menos largo, que no viene al caso y que podemos omitir, debido
a circunstancias incontrolables y desconocidas ambos sintieron, a la vez, el aleteo de mariposas en sus estómagos.
Mientras
se olvidaban del mundo continuaron a duras penas con sus quehaceres habituales,
y redujeron el sentido de sus vidas a la presencia del otro, a sentir al otro, arrebujados, él y ella, en carantoñas de final
conocido.
Aquellos
días sólo importaba una voz, una mirada, una sonrisa, una caricia.
Las de él. Las de ella. Par él. Para ella.
Las de él. Las de ella. Par él. Para ella.
Como
colofón lógico de tanto afán, decidieron vivir juntos y compartir las
veinticuatro horas del día y el espacio de toda una casa.
¡Un
lujo!
Llegaron
los hijos consecuencia, en parte, de esta nueva forma de existencia que se
habían buscado. Y los hijos agregaron ingredientes desconocidos al guiso de la
convivencia: un cargamento de ternura, infinitas necesidades por satisfacer de
inmediato y el descubrimiento, simultáneo para él y para ella, de que otro tipo
de amor y dolor eran posibles.
Con
la casa, con la convivencia, y con la prole y su crecimiento, apareció la novedad o la confirmación
de que, no obstante lo juntos que hubieran estado y lo unidos que pudiesen
sentirse, él y ella seguían siendo dos.
Y constataron las diferencias:
-
Cariño, tenemos que ir a comprar…
-
¿Ahora? Con lo cansada que estoy…
-
Amor, hay que llevar a la niña al parque…
-
Mejor vas tú, que así charlas con tus amigas
¿?
-
Mi vida, el domingo he quedado con mis padres
a comer…
-
No puede ser, porque el niño tiene partido.
-
Podíamos ir el sábado a ver una película que me han dicho ...
-
Pero… es que juegan el Real Madrid y el
Atleti.
Un
día. Y otro. Y uno más.
Finalmente, él y ella, con mucha inteligencia o con mucha comodidad, negociaron, y se dividieron la mayoría de los trabajos en función de los intereses personales de él y de ella. Claro que siempre surgían flecos de conflicto, pero ¡qué más podían hacer!
En
todas estas idas y venidas, con niños o sin niños, él y ella volvieron a abrir
sus traayectorias al mundo; conocieron, e incluso frecuentaron gente nueva que les demostró
que seguían existiendo diferentes maneras de compartir la vida.
Y,
en algún instante de estas idas y venidas, él y ella, mirando
en su interior en momentos diferentes, vieron la misma realidad. Las mariposas habían volado.
No
sabían cómo, ni cuando, ni porqué, no las sintieron marcharse pero, de golpe,
él y ella supieron que había desaparecido la excusa para su vuelta.
Sólo
quedaban recuerdos. Los de ella. Los de él.
Con
el paso de los años los niños, sin abandonar el nido habían aprendido a volar.
Y querían volar. Y, mientras volaban peleaban, con ella y con él, por su interpretación
del mundo.
Como la buena gente normal, en
aquel momento, ella y él pensaron:
¡Bien! Por fin volvemos a recuperar nuestro tiempo.
¡Bien! Por fin volvemos a recuperar nuestro tiempo.
Pero
ya no había “nuestro tiempo”. Había el tiempo de él. Y el de ella.
Porque
para entonces, entre él y ella, la conversación más interesante se refereía a la
elección de canales en la televisión o a los alimentos que faltaban en la nevera;
porque los temas se reducían a un intercambio de frases hechas, sin interés real por las respuestas, sobre de dónde viene
él o a dónde va ella. Porque, por el camino, se había perdido cualquier rastro de
interés compartido por él y por ella.
Porque,
en los metros cuadrados de la casa, la de ella y la de él, se habían instalado años luz de distancias.
P.D.: Los detalles puntuales de esta historia son perfectamente cambiables, pero me temo que el final seguiría siendo el mismo.
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