Así se titula una
película de los años 70. En la Wikipedia,
que a su vez remite a una lista del American Film Institute, afirman que ocupa
el noveno lugar entre las más románticas de la historia –del cine, por
supuesto-.
En su momento tuvo un
éxito considerable. Hoy, con la distancia del tiempo en la memoria, sólo puedo
recordarla como un lacrimógeno dramón; nos hacía llorar ante la perspectiva de
un amor eterno, que nunca debió
enfrentarse a la realidad de ver al otro en pijama día tras día.
En el filme pronuncian,
dos veces, una frase que también gozó de su época de gloria: “amor significa no
tener que decir nunca lo siento”. Primero la chica, consciente de la propia
muerte, inminente y sin remedio, se la dice a su novio. En este contexto, implica
la aceptación del dolor escondido en cualquier momento de placer.
Al final de la trama,
el chico la repite a su padre, al enterarse este de que su hijo le había
mentido para acomodarse a una idea preconcebida del progenitor; en lugar de
contarle una realidad que le hubiera descubierto como mejor persona.
En cuestiones de
amores, y dado lo difícil que resulta que las innumerables apetencias de dos
resulten en todo momento coincidentes, difícil me parece no verse abocados a pronunciar estas dos palabras.
Se me ocurren dos
posibilidades. Una sería acomodarse en todo momento a los deseos del otro; la otra, actuar
siempre según las propias apetencias.
En el primer caso nunca
deberemos pedir excusas al amado; en el segundo, nos las ahorraremos frente a
nosotros mismos.
Las dos tienen trampa
y engaño.
Sin embargo la
perspectiva de los años le da a la frase otra posible interpretación Si le
quitamos la obligación que implica “tener que”, queda definido lo que por amor
entiende el sexo masculino.
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