Probablemente el texto
que encontraréis si pincháis en el enlace “más información” sea sólo apropiado
para aquellos que compartís una de mis pasiones.
Si no es vuestro
caso... lo siento, pero eso que os estáis perdiendo.
Un viernes estuve en un
recital casi en familia. Un máximo de setenta personas, en una pequeña sala, al
lado del bar al que podíamos acudir, entre canción y canción, si nos apetecía
darle una satisfacción adicional al cuerpo.
Tengo ya las entradas
que me permitirán estar, el 19 de septiembre, en otro concierto en el Palacio
de los Deportes, esta vez con mucha gente. Los dos tienen en común las
canciones de Sabina. El último tendrá, como premio añadido, las de Serrat.
Sonia y yo nos traemos
entre manos una vieja y agradable polémica acerca de estos dos personajes que
no necesitan presentación. Se trata de elegir las canciones de cuál de ellos
nos gustan más. Ella siempre dice que se queda con la ternura de Serrat; yo,
con el cinismo del Sabina.
Begoña también
establece diferencias entre uno y otro y, aunque nunca me lo haya dicho creo
que, por distintos motivos, elegiría lo mismo que yo.
No tengo un claro
recuerdo del momento en que Serrat arribó a mi vida, pero me acuerdo
–perfectamente- de la primera vez que oí cantar a Sabina, en el programa de
televisión Si yo fuera presidente,
que presentaba Fernando García Tola allá por los años...
Sí sé que ambos
llegaron para quedarse en algún lugar profundo, desde dónde puedo rescatarlos
siempre que necesito identificarme con las palabras precisas que definan un
instante. Desde que los conocí, soy sinceramente
suya y engrosan la lista de mis amores
eternos que, además, se acrecientan con los años.
No sólo escucho sus
canciones; también pienso en ellas, desmenuzo sus versos, descubro nuevas
interpretaciones; y me pregunto por los motivos del placer que siento al
estrujarlas; por qué siempre vuelvo a ellas. Y, aunque le pongo continuamente
los cuernos al uno con el otro, no creo que a ellos les importe mucho. Y yo
estoy encantada de compartirlos.
Serrat me parece
insuperable describiendo instantes. Sabina me provoca, básicamente,
identificación de sentimientos a través de imágenes. Las imágenes que crean sus
canciones. Canciones que me cuentan historias. Historias que me llegan al
corazón.
Es Sabina un descreído
visionario (o visionario por descreído). El
Muro de Berlín, escrita en 1990, no hace sino describir la realidad que
llegó después; aunque no es verdad que “se suicidara la ideología”, sino que
todo se tiñó de una ideología sin alternativa. Tampoco floreció el amor;
si acaso, el amor al dinero. Guerra
mundial opone, a las grandes crisis del mundo, nuestras pequeñas crisis
cotidianas.
Me gustan sus letras
porque no tiene miedo de las palabras que explican, sin maquillaje, la realidad;
por su capacidad de retorcer significados, ideando enumeraciones interminables en
las que no sobra un elemento, creando antítesis imposibles y metáforas que son
puñales más allá del significado de cada palabra, de cada verso, de cada
estrofa. Sus textos contienen siempre un contrapunto que
me conduce a la duda.
Lo adoro porque muchas
de sus canciones tristes describen lo mejor de la vida; porque cuando estoy
realmente triste no puedo soportar la tristeza de sus historias; porque sus letras
nunca le fallan a mi espíritu. Porque da, a los perdedores, la belleza de su
descripción (“cenicientas de saldo y esquina”), y describe derrotas íntimas universales.
Sus letras ponen de
manifiesto nuestras contradicciones y describen el dolor de existir;
pero celebran los momentos de vivir. Describe verdades que no tienen remedio de forma bellamente demoledora: “Esta sala de
espera sin esperanza, / estas pilas de un timbre que se secó / este helado de
fresa de la venganza / esta empresa de mudanza / con los muebles del amor” (Nos sobran los motivos).
Tiene Sabina una
capacidad tremenda de deshacer frases hechas y romper el discurso de una
canción. Noches de boda es una
declaración de principios que tras desearnos lo importante, reivindica, en el último
verso, “que no te cierren el bar de la esquina” como la única posibilidad de
continuar con la normalidad ante el fracaso de las cosas importantes.
Me gusta porque sus historias
hablan de sexo, pero añoran el amor; o la ternura; o la ternura del amor (Peor para el sol, Y nos dieron las diez). Porque las raras veces que se pone tierno
(o trascendente), resulta insuperable (A
la orilla de la chimenea, Contigo). Porque Más de cien mentiras es un salmo laico en el que, según el momento,
una mentira diferente me rescata.
Sus canciones que
describen ciudades me transmiten historias, y viceversa. Las más bellas nunca
expresan certezas, sino preguntas sin respuesta que, precisamente por
eso, continuarán siendo preguntas.
Sus letras hablan de
detalles. “Cuando al punto final de los finales, no le siguen dos puntos
suspensivos”, supone un minucioso conocimiento de las normas de puntuación del
castellano.
Como casi todos, este
tema es contradictorio desde el título, Puntos
suspensivos, cuando nos cuenta puntos finales: “Lo malo del después son los
despojos / que embalsaman los pájaros del sueño, / los teléfonos que hablan con
los ojos, / el sístole sin diástole ni dueño”. ¿Hay alguien?
Podría continuar. Pero,
como en algún momento debo poner el punto -esta vez sí, final-, terminaré.
Diciendo que me gusta Sabina porque sé que, cuando apriete el frío y la epidemia de tristeza se me instale, sus canciones me entibiarán el ánimo y, como último recurso,
encontraré su cinismo en la recámara de mi supervivencia.
Porque, justo en esta
hora de la noche, necesitaba una excusa que me permitiese seguir pensando sus
versos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario