Jorge debía hacer un trabajo creativo sobre una obra literaria, elegida de una lista que le habían proporcionado. Su idea era, bajo mi punto de vista, muy buena, aunque no excesivamente novedosa: un juicio al autor, obligado a enfrentar en los tribunales las diferencias entre las propuestas de su obra y lo que la sociedad concibe como correcto.
Inicialmente él pensó en Esperando a Godot (Samuel Beckett). Tras leerla me pareció que no era obra apropiada para sus pretensiones. Catalogada como teatro del absurdo, lo que de verdad resulta absurdo en ella es la vida humana; a partir de ahí, poco se podía hacer.
Yo conocía que una de las posibles lecturas era Madame Bovary y también que contaba la historia de un adulterio; sólo con este dato supuse que se compadecía mejor con lo que Jorge pretendía y le propuse el cambio. ¿Su respuesta? “Vale, léetela y me dices qué te parece”.
Era una excusa como otra cualquiera. Acepté. Debíamos subrayarlo y marcarlo, así que compré el libro.
Cuando lo hube terminado, me pareció muy oportuno para los fines previstos; no solo por el motivo inicial, sino también por el tratamiento de los demás pecados capitales y de la religión. Tenía además otros muchos aspectos que, en la actualidad, un chico seguro concibe de forma muy diferente al momento histórico de la novela.
Y, como una cosa lleva a otras, mientras disfrutaba esta lectura decidí el orden de los dos siguientes libros, cada uno con sus pequeñas historias a cuestas: el primero sería La regenta y el segundo Ana Karenina. Estos estaban en mi casa y ambos habían soportado unos cuantos traslados; pero mi relación con ellos había sido muy diferente, casi opuesta.
Los dos guardaban entre sus páginas restos de mi pasado, olvidados en antiguos bonobuses, recibos del cajero y menudencias por el estilo. Me ocurre esto a menudo, al abrir un ejemplar que lleva conmigo mucho tiempo; y siempre me produce una grata sorpresa: es como si un hilo invisible uniera de pronto presente y pasado, a través de estas cosas intrascendentes que quedaron olvidadas al terminar la historia que me contaron sus páginas. Detalles que, a veces, me permiten fijar fechas en el pasado, aunque esto tampoco importe mucho en realidad.
Había leído La regenta siendo estudiante en el instituto; ahora conozco hasta el mes y el año, gracias a un tique de la academia de mecanografía que ha aparecido entre los pequeños tesoros que guardaban sus páginas. En la relectura descubrí que estaba destrozado: tenía el lomo pegado con una cinta negra, lo que no demuestra mucho cuidado por mi parte, ya que el libro fue blanco en su momento aunque ahora tienda a ocre, consecuencia del tiempo y otras circunstancias.
También tenía las hojas despegadas en cuatro o cinco bloques, que al final fueron unos cuantos más; lo que ciertamente constituía una dificultad para manejarlo, sobre todo en los largos trayectos de metro que, en esta ocasión, debí realizar por el tiempo en que gozaba de su lectura.
Mi relación con Ana Karenina era más compleja. Tenía yo casi un sentimiento de frustración, porque dos veces anteriormente había intentado leerlo y las dos abandoné. Esta vez decidí que, o a la tercera iría la vencida, o cesaría para siempre en mi empeño. Valió la pena porque no sólo he conseguido terminarlo, sino que, además, he disfrutado muchísimo. Está claro que en las ocasiones anteriores no había llegado su momento; o, mejor dicho, no había llegado el momento para que yo pudiera interesarme de verdad por él o comprenderlo.
Bien. Estas son las historias de mis libros.
En cuanto a las historias que los libros cuentan, supongo que todo el mundo las conoce (más o menos). Las tres tienen algunos parecidos y muchas diferencias entre sí; la acción se desarrolla en países distintos y fueron escritas en un margen de tiempo de treinta años escasos. Las tres nos hablan de conflictos personales (o sociales, que acaban siendo personales) que se mantienen, como fondo invariable, a través de la Historia.
El argumento de las tres novelas tiene un punto común (el que me llevó a leerlas seguidas): tres mujeres que, hartas de soportar la anodina normalidad de sus vidas (o de la vida), deciden perseguir su sueño haciendo realidad sus deseos. Las tres descubrirán consecuencias imprevistas. Las tres pagarán muy cara su libertad.