Hemos cambiado de habitación y, a pesar del lugar, desde esta nueva tengo una vista casi estupenda. Estoy sentada al lado de un inmenso ventanal, contemplando el panorama y aprovechando la última luz del día de hoy.
Ayer, ¡después de casi un mes! viernes de los que me gustan: de siesta, y café de dos horas con las chicas. Hoy estoy en una unidad en la que no entran ni los ladrones (que, parece, no son raros en otros lares de estos aposentos). Tiene sus ventajas, porque me he ido a comer y no he tenido que preocuparme de guardar los archiperres.
En el último mes he tenido mucho tiempo para pensar; pero no siempre es agradable tanta dedicación -y con tanta insistencia- a las interioridades. Descubro continuamente cosas, objetivamente, feas o desagradables: la cercanía, y consciencia, de la muerte; el deterioro - físico o psíquico- de la vejez (por suerte, de la vejez); la pérdida -en cierto sentido- de la dignidad, cuando nuestro cuerpo debe abandonarse -sin remedio-, en manos extrañas.
Por fortuna, también he descubierto las pequeñas ventajas asociadas a situaciones que no tienen remedio: la profesionalidad, la amabilidad y la dedicación de la gente que tiene trato diario con el fin de la vida de los demás. Se agradece. Y quiero recordar, precisamente aquí, que ellos también son funcionarios (o personal laboral, lo que, a los efectos, viene a ser lo mismo).
Siendo pequeña aprendí a crearme un mundo personal al que sólo yo podía acceder, en el que me recluía cuando la realidad me hacía daño. Me defendía, pero también me aislaba. Y, por supuesto, el razonamiento lógico ha sido muy posterior; entonces me limitaba a actuar según las circunstancias.
(Begoñita Sol, ese es el muro que tuviste que romper cuando te empeñaste en ser mi amiga. Por suerte fuiste persistente. Si hubiera sido al revés yo hubiera supuesto, con las primeras calabazas, que tú no querías saber nada de mí).
Ahora la razón es el muro. Cuando algo (bueno o malo) me llega, necesito descuartizarlo, estudiarlo, pasarlo por el tamiz y volver a juntarlo para conocer, lo que aquello -sea lo que sea- quiere decirme. Análisis y síntesis que, siempre, marcan fronteras entre el mundo y yo. Y lo peor es que casi nunca llego a una conclusión definitiva; la conclusión suele volver a cambiar con el aire nuevo.
Consecuencias de esta actitud suelen ser la parálisis, el comportamiento convencional, la sensación de ser una marioneta y de vivir superficialmente; y transitar por una situación de examen permanente sin que, la mayoría de las veces, consiga aprobarme. Pero racionalizar el dolor y el miedo es la única forma que conozco de intentar domesticarlos.
A la vez que se me acaban las ideas, descubro que ha venido la noche. Sigo al lado del mismo ventanal, pero ahora sólo veo sombras entre las que surgen unas pocas ventanas iluminadas.