jueves, 3 de julio de 2014

Mercoledí. Paseando la ciudad

Estoy matada, así que me parece que voy a ser un poco breve con este comentario y tal vez también menos precisa de lo que me gustaría.

Desconozco cuántos kilómetros hemos caminado pero me duelen los pies y, cada vez que me siento, me levanto después como los muñecos de Plaimobyl, por partes.

Hoy he aprendido una lección sobre zapatos.

A partir de ahora, llevaré siempre de viaje zapatillas deportivas porque son las que me resultan más cómodas; a pesar de que llevo unas de suela gorda, sentía cada adoquín debajo de mis pies; de vez en cuando miraba el calzado de los demás caminantes preguntándome cómo podían soportar las chanclas .

De mañana, camino de San Giovanni in Laterano,  nos hemos cruzado en otra iglesia con la Escalera Santa y la gente que la subía e rodillas. Nosotros, que no somos muy píos, hemos ascendido por el lateral para descubrir, a través de una reja, una capilla cuya puerta de entrada aún nos estamos preguntando dónde se esconde. Había personas dentro, luego la puerta existe, pero no la hemos encontrado.

Retrocediendo en la historia hemos tomado el camino del Coliseo, también Anfiteatro Flavio, desde donde he hecho las fotos maravillosas del Arco de Constantino que ayer no pude porque me había olvidado la cámara en el hotel.

Camino del Trastevere nos hemos cruzado con la Bocca della Verità, pero había mucha cola por lo que e momento continuaremos teniendo dos manos y la duda de si decimos o no decimos mentiras.

Siendo turista en esta ciudad es imposible seguir un camino decidido de antemano, porque por cualquier lugar te encuentras iglesias que llaman tu atención y sin pensártelo cambias de idea sobre la marcha. Y casi siempre el resultado hace que haya valido la pena.

Es lo que nos ha sucedido tras cruzar el Tíber, que por fin se ha dignado a aparecer ante nuestros ojos. En una placita nos hemos encontrado Santa María in Trastevere, con muy pocas personas visitándola y más o menos otras diez o quince en los primeros bancos, cerca del altar, donde también se encontraban expuestos, en sus respectivos atriles, cuatro tablas visigodas.
Sintiéndome muy ufana, he sido la única que se ha acercado a mirarlas. Me faltaba más o menos un metro para llegar cuando un señor se ha acercado a mí, en un susurro y con una educación exquisita me ha preguntado:

- ¿Habla italiano?

- Sí

- Es que... no puede acercarse porque, como ve, estamos celebrando un funeral.

Inmediatamente he seguido con mis ojos la dirección que me indicaba con su brazo y allí, en medio de la nave principal, en el suelo, al lado del altar, había un ataúd.

- Scusi, scusi, scusi, non l'avevo visto.

A la salida hemos visto, esperando, el coche fúnebre.

Tras cruzar el puente de la Isla Tiberina, buscando los lugares de sombra que por fortuna son fáciles de encontrar en general, hemos pasado por el Teatro Marcelo, con casas construidas sobre los restos modernos y, subiendo al Campidoglio creí que moriría en el intento como consecuencia del calor (aquí no había posibilidad de sombra) y de la sed.

La belleza de la plaza, ubicación del Ayuntamiento de Roma y diseño de Miguel Ángel, me ha hecho olvidar el mal humor que por momentos me invadía. El alivio de encontrar finalmente una fuente ha contribuido a mi vuelta a la normalidad.

En el Campidoglio se encuentra también la famosa -y diminuta- estatua de Rómulo y Remo, esa que veíamos en todos los libros de Historia de nuestra querida EGB, subidos encima de una columna, las loba los sigue amamantando después de siglos mientras contemplan cómo los tiempos han cambiado a la ciudad desde su creación.

Atravesando el Gueto hemos terminado en Campo dei Fiori, con parada de café incluida, y continuado hacia el Panteón,  donde  nos esperaban su famosa cúpula, la tumba de Víctor Manuel I, rey de la unificación de Italia, y el sarcófago con los restos de Rafael y su hermoso epitafio: "aquí yace Rafael, vivo la naturaleza temía ser derrotada, y muerto también ella temía morir".

Vale la pena transcribir el texto original, más teniendo en cuenta que la traducción es mía: "Qui giacce Raffaello, di cui, lui viviente la Natura temeva di essere vinta, e lui morto temeva di morire anch'essa".


Siguiendo uno cualquiera de los ríos de turistas hemos encontrado, sin buscarla, la iglesia de San Luis de los Franceses, llamada así porque los Borgia cedieron a los galos, desconozco a cambio de qué, los terrenos para su construcción. Era una de las recomendadas por Jorge en su estupendo resumen de una hoja, y en su interior se encuentran la capilla de Santa Catalina, una con tres caravaggios sobre la vida de San Mateo y, un dato en verdad extraño, la única pintada por una mujer en el Renacimiento de la que yo tenga noticia. Lamentablemente, a estas horas de la noche no puedo recordar su nombre.

Para celebrar el día, en la plaza Navona me he zampado un helado con tres tipos diferentes de chocolate, contemplando la fuente de Bernini y a la gente. Mucha gente.

La siguiente estación ha sido plaza del Popolo, la subida de noventa y seis escalones y una cuesta hasta el mirador, que hoy sí hemos encontrado, para despedirnos del sol hasta mañana y contemplar su luz en el ocaso sobre las múltiples cúpulas renacentistas de Roma, con el regalo añadido del Concierto de Aranjuez, versión para trompeta en lugar de guitarra.

En la plaza de España hemos cumplido con el rito y nos hemos sentado en las escaleras, mirando la rectilínea Via dei Condottieri, probablemente la más contemplada de toda la ciudad. En una de sus esquinas, Christian Dior; en la de enfrente, Prada.

Camino ya del hotel nos hemos desviado en busca de la Fontana de Trevi, pero la hemos encontrado sin agua, empapelada con andamios y envuelta en paneles de metacrilato tranparente que imposibilitan la imaginación de su belleza y el cumplimiento del rito de la moneda.

No quiero pensar que semejante hecho pueda significar que no volveré a Roma.

Mañana, El Vaticano.

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