Esta mañana
hemos cogido el autobús. Hemos sido ciudadanos civilizados y previamente
habíamos comprado el billete, pero después no hemos podido validarlo porque ya
en la estación de inicio ha subido tanta gente que alcanzar la máquina era imposible. Así que ahí está, tan mono en la cartera.
No me gustan los museos vaticanos o, mejor dicho, no me
gusta su organización, pensada para
multitudes e ignorante de las personas. Son tan enormes que, para los que no
somos VIP y encima vivimos lejos, ver tantas salas inmensas llenas de tesoros
sólo puede crearnos ansiedad, provocada por la seguridad de que, hagamos lo que
hagamos nos perderemos casi todo.
Y las colas. Colas, al sol de la mañana de Roma, para visitar
a la basílica; colas para ir al baño y, aunque esta nos la hayamos ahorrado,
-gracias, Internet-, colas para entrar a los museos. Colas. Y gente. Y más
gente.
Una vez en el interior se hace imprescindible gastar su buen
cuarto de hora para estudiarse el plano, y algo más de tiempo hasta decidir
cómo deben interpretarse los datos. Después, armarse de paciencia e intentar acceder
a los lugares de tal manera que no se coincida con uno de los múltiples grupos
organizados que, siguiendo a su guía, entran, hacen la foto con el móvil o la
tableta mientras y se marchan sin mirar lo que tienen ante sus ojos.
De esta manera puede disfrutarse de los mapas maravillosos
de las regiones italianas, frescos localizados en la sala homónima alguno de
los cuales se encuentra en periodo de restauración, o la sala de tapices de
brillante colorido y perfecta conservación o, aprovechando los trozos que los
visitantes van dejando libres, los fantásticos mosaicos de la época clásica que
cubren el suelo, trasladados a lo largo de la historia desde los lugares de la
ciudad en que fueron apareciendo.
Guillermo me había
dicho que no hay forma de conocer de antemano si las estancias de Rafael están
abiertas o cerradas al público un día determinado, dado que pertenecen al
ámbito privado del Vaticano. Hemos tenido suerte.
Vale la pena visitar las salas del Museo Etrusco por dos
motivos, porque posee una fantástica colección de piezas, cerámicas y bronces sobre
todo, y porque no hay apenas visitantes.
La Capilla Sixtina.
Por fortuna, al igual que en las estancias de Rafael, las
pinturas se encuentran a una altura superior a la de las personas, por lo que
pueden contemplarse a pesar del continuado montón de montones de gente que en
ella se concentran.
Por lo demás, en el precio de la entrada están incluidas las
continuas sugerencias e indicaciones del personal del museo obligando a
continuar caminando, y sus indicaciones de silencio sobreponiéndose a los
murmullos y las conversaciones de fondo, ayudándose del sonido grabado de un aparato
cuando el tono de su voz queda sobrepasado por las circunstancias.
La audioguía, que en general resulta muy útil, sobre todo
porque ayuda a elegir y dirigir la atención del visitante hacia lo fundamental,
en la descripción del Juicio Final se pierde en una disquisición católico-filosófica
que no termina nunca. Tal vez intenta poner de manifiesto la importancia
fundamental de dividir al mundo en buenos y malos.
Tras semejante baño no deseado de multitudes necesitábamos
un receso y ha llegado el momento de comprobar que no en todos los recuerdos de
Roma mi memoria me estaba engañando.
La comida del autoservicio del Vaticano sigue siendo igual
de mala que hace veintisiete años.
Prácticamente solos hemos recorrido el Museo de Carruajes y
la pinacoteca. En el primero, a la entrada, han creado un pequeño espacio
expositivo con los regalos futbolísticos recibidos por el papa Francisco I. Amén
de otros objetos menos significativos, allí están las camisetas de las
selecciones de Argentina e Italia firmadas por los jugadores y una foto de la
misa compartida, entre ellos y con Su Santidad.
El resto del museo lo conforman uniformes de los
palafraneros, arreos de las caballerías, palanquines, carrozas de viaje y
paseo, dos papamóviles de Juan Pablo
II y el coche de su atentando, dos Mercede y un automóvil similar al utilizado
por Al Capone. No sé si se me olvida alguno.
En cuanto a la pinacoteca, de por más de cuatrocientas
obras, allí están el Giotto, Caravaggio, Leonardo, Rafael y el Veronesse compartiendo
pared con otros autores de menor nombradía.
Al salir, como la basílica ya había cerrado, un paseo hacia el Castillo San'Angelo, pasando por el
impresionante palacio sede de la Corte de Apelación y cruzando el río nos ha
depositado en plaza Navona donde, sentados frente a la fuente he descubierto el
Instituto Cervantes y su librería. En el Instituto, una exposición de pintura
de Celso Varona.
En la librería, música de Gardel, muchos libros en español e
italiano, algunos en inglés y, al final de la tienda, tres personas estudiando
el léxico del español de Argentina con las letras de la mala vida de los
tangos.
Por eso Gardel.
Después se ha cruzado con nosotros la heladería Giolitti,
según mis hijos tan famosa en Roma que hasta los guardias de tráfico pueden dar
indicación de su ubicación. Como con el helado de ayer ya tengo para una buena
temporada, me he decidido por un frapuccino:
café, chocolate, nata y virutas de chocolate amargo.
Camino ya del hotel hemos encontrado abierta la iglesia de
San Marcelo, y a determinadas horas las iglesias en esta ciudad sólo se abren
para los funerales o por algún otro motivo determinado y menos luctuoso.
Un concierto de órgano, tenor, soprano y mezzosoprano, -no
necesariamente en este orden-, ha puesto el mejor final de los posibles a esta
jornada.
Cuando he abandonado la iglesia podía caminar con más alegría.
No sé si la música, que
amansa las fieras, amansa también el dolor de pies y de espalda provocados por
el mucho caminar.
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