Mercedes,
porque te encantan las excursiones a Madrid, porque conozco tus deseos de los
últimos tiempos de ser una joven jubilata
y porque ayer fui consciente de que en el centro de la capital los bares, los
restaurantes, las tiendas, las compras, los paseantes y la vida están, como el
mar, en continuo vaivén, te dediqué muchos pensamientos a lo largo de la
mañana.
Y te dedico
esta entrada.
Sabes que hasta
mañana, en esta semana mi única obligación exterior hasta hoy consistía en
asistir a clase; clases que me premiaron el lunes con una puesta de sol de
cielo velazqueño vislumbrado a través de una pequeña ventana que me pillaba de
espaldas, lo que me dificultaba su contemplación durante el breve tiempo que duró.
El martes Jorge
debía visitar una exposición en la Fundación Telefónica y allá que nos dirigimos
de mañanita, sin haber madrugado demasiado.
Descubrimos el
edificio de siempre, con una nueva cara interior, un ascensor tan grande que crea
conflictos de conciencia al ser utilizado sólo para dos, y una escalera por la
que decidí que bajaríamos para disfrutar su perspectiva completa.
Ryoji Ikeda el
nombre del autor y Data-path el
título de la muestra. Un pasillo de veinte metros de largo, paredes laterales
constituidas por dos pantallas, y otra más a la entrada, sincronizadas todas en
los efectos. Antes de llegar, aviso de que el espectador se vería sometido a efectos
estroboscópicos y música a volumen elevado.
Este artista
utiliza elementos matemáticos para componer tanto la música como el contenido
de sus exposiciones. La presentación era breve, cinco minutos escasos.
Se iniciaba con
puntos en movimiento que me sugerían el Universo y sus fuerzas de choche:
continuaba con números encerrados en pequeños cuadrados que me recordaban el
tráfico de datos en el interior de los ordenadores, incluyendo las pantallas de
desfragmentación de discos. Para finalizar líneas tan largas como la pared,
rodeadas completamente de números, cambiaban de grosor y aumentaban en cantidad
hasta ocupar todo el espacio, mientras el propio movimiento era responsable del
cambio en la intensidad de la luz.
Cada pantalla
aceleraba en sincronía con la música hasta un punto en el que
sólo podía esperarse que todo terminase.
Entonces llegaban
el silencio y la pantalla plana, con sólo una línea horizontal fija y otra que,
desde el fondo del pasillo, se dirigía a la salida. Encefalograma plano.
Tras un café en
una terraza de la calle Fuencarral que me sirvió para comprender que los
negocios están tomados por las franquicias, volvimos al mismo lugar para ver
otra exposición que yo había estado decidida a visitar hacía tiempo, que había olvidado, y que recordé cuando miramos el directorio al entrar.
Terry O’Neill,
con su cámara de 35 milímetros ha retratado a la mayoría de la gente que, sobre
todo en Estados Unidos y el Reino Unido, ha significado algo desde mediados del
siglo XX.
En la Fundación
Telefónica estaban algunos de aquellos retratos, de las décadas 60 y 70 la
mayoría; en blanco y negro casi todos; reflejo de momentos de descanso de
rodajes de películas varios.
Entre muchos
más, Beatles y Rolling Stone cuando aún eran desconocidos para el mundo
y ni ellos podían soñar en su revolución; Orson Welles tan orondo como siempre
y con su puro de siempre; Brigite Bardot con la pertinente margarita
enganchada en la melena como símbolo de la época en la que se nos permitió soñar
por última vez; Paul Newman con su belleza, Roberd Reford con sus pecas y su
pelo rubio y ambos con su atractivo; Mohamed Alí en su época de ídolo, cuando el
párkinson aún no amenazaba su musculoso cuerpo; Churchill, tan mayor
que debía ser transportado en una silla de madera por una tribu de asistentes
que gracias a ello salieron en la foto.
Y entre tanta
gente guapa Nelson Mandela, ya viejito, y la más joven de
todos, por la época de la foto (2008) y porque ya no tendrá tiempo para
envejecer: Amy Whinehouse, en blanco y negro, en un primer plano, con ojos que
miraban con decisión al objetivo, pero que no encontraron la misma
decisión para enfrentar a la vida.
Después de
comprar las zapatillas más fosforitas que he visto en mi vida, nos dirigimos
andando a la Plaza Mayor, donde llegué a la conclusión de que si ayer hubiera
sido yo una turista en Madrid, me habría enfadado muchísimo contemplar semejante
belleza afeada por las de vallas de las casetas para el mercadillo de la
Navidad a medio montar. No hubo relaxing cup of café con leche.
Salimos de allí
por el Mercado de San Miguel y, tras descubrir cómo le sienta a la plaza de
Ópera la peatonalización, tras tanto paseo, con el hambre ascendiendo por el
esófago y antes de dirigirnos cada uno a su menester correspondiente, degustamos
en Ginos unas penne alla arrabiata.
Y a fe de Dios que rabiaban.
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