Primer día, 10 PM, concierto en Madrid.
Cuatro chicas estupendas dispuestas a disfrutar de su propia compañía, noche de
temperatura fantástica (por fin), el tiempo por delante y un Auditorio Nacional
que respiraba música.
Sillas
portátiles, pantalla gigante y un piano esperando intérprete en el exterior;
más sillas de quita y pon y más instrumentos en el hall interior. Además de las
distintas músicas que habían sonado durante la jornada en estos dos atípicos
espacios, en la Sala de Cámara habían sido interpretadas las treinta y dos
sonatas de Beethoven y en la Sala Sinfónica, sus primeras ocho sinfonías, todas
dirigidas por Jesús López Cobos.
Para el final
quedaba La Novena. Escucharla y sentir la emoción que se produjo cuando terminó, con
el Auditorio al completo, puesto en pie, y aplaudiendo desde el momento en que
sonó la última nota fue, sencillamente, un privilegio.
La prisa por
saciar el hambre y un mal cálculo del tiempo hicieron que nos perdiésemos, una
vez en el exterior, al Coro de RTVE interpretando a Verdi y Wagner, y los
fuegos artificiales (que sólo escuchamos) acompañados de la música de Haendel.
Pero somos
chicas vitalistas y como el cielo, además de todo, nos premió con una luna
llena como no volveremos a ver en quince años, decidimos terminar la noche
tomando una cerveza en la terraza del parque, mientras disfrutábamos del brillo
de Selene y de una conversación tranquila que no rehúye temas.
Domingo. Sudokus, crucigramas, dameros,
periódico y mucho, mucho trabajo. Hecho y por hacer.
Lunes (tercer día). A las cuatro, en
punto, de la tarde, examen de italiano. A las ocho, más en punto todavía, final
del mismo; y el convencimiento de que la comprensión y la expresión escrita las
aprobaría, pero que era muy posible que suspendiera la compresión oral, con el
resultado evidente de que cuatro horas de trabajo no servirían para nada.
Y todavía me
quedaba lo peor: la prueba oral.
Martes. Mañana histérica de nervios
pensando en la tarde. Por fortuna y para mi sorpresa, a las cinco estaba tan
tranquila que creí no ser yo.
A las seis y
media, la sensación de que, esta vez, había conseguido sobreponerme a mis
fantasmas y que, si tenía que repetir el examen, no sería precisamente por el
ejercicio hablado.
Miércoles. Mañana de trabajo y tarde de
más de lo mismo, comprando, guisando y cerrando historias, con la presión del
tiempo añadida.
A las seis y
cuarto, sin tiempo para valorarla y para disfrutar de la noticia, mensaje en el
móvil mientras estaba en la papelería: complimenti, vi sei riuscita.
La enorme
alegría inicial me llevó a expresar en voz alta la novedad, olvidando dónde me
encontraba.
Veintiséis años
después del comienzo, y con enormes intervalos en blanco por medio, tenía el
título por el que había peleado y que me había permitido, más allá del idioma,
aprender alguna lección importante para mi vida.
Y a la vez que
el entusiasmo llegó la pregunta conocida: ¿para qué? (no ¿porqué?). A estas alturas
ya conozco la respuesta. Y, aunque sé desde hace tiempo que no conseguiré lo
que persigo, la diferencia es que ya no me importa.
Me acuesto muy
tarde.
Jueves (sexto día). Me levanto muy
temprano.
Continúa el
elevadísimo ritmo de trabajo hasta la tarde.
A las siete, me
convierto en la madrastra de Blancanieves en un mundo de estrellas.
Viernes (séptimo –y último- día). Mañana
poco activa.
Hacia las siete
de la tarde ¿Llamo a María? ¿no la llamo? ¿me apetece, hoy, comentar ciertas historias?
La llamo.
Y por el camino
consigo, por fin, ponerle adjetivo a mi estado de ánimo.
Hablamos, acompañadas
por un café de tres horas. Le cuento algo y responde “eso ya lo he vivido yo”.
Y por fin la
semana termina, con un relajante
paseo nocturno por la laguna.
Mientras
disfruto de la tranquilidad, del silencio y de la contemplación de las (pocas)
estrellas, decido que la próxima vez que me sienta descolocada, me preguntaré
cuál sería la interpretación (que no la actuación) de mi amiga ante esas mismas
circunstancias.