martes, 7 de mayo de 2013

Poetas



Un sábado cualquiera de no hace mucho, disfruté de un evento; mezcla entre concierto y recital de poesía, pusieron la música Pedro Guerra y un pianista cuyo nombre no recuerdo. La recitación corrió a cargo de dos chicas y del escritor Benjamín Prado.
Las palabras tenían por autores a Jaime Gil de Biedma y a Ángel González. Mi conocimiento previo del primero se limitaba a dos versos de los que, además, desconocía la autoría: “Que la vida iba en serio / uno lo empieza a comprender más tarde”.
Añadiré que en los últimos tiempos, mes arriba o abajo, me identifico con ese uno.
A Ángel González lo había descubierto antes, como consecuencia de una de esas buenas casualidades que a veces suceden.
Mediante otro guiño del azar, el veinticuatro de abril mientras buscaba, para leerlo, el discurso pronunciado por José Manuel Caballero Bonald con motivo de la entrega del Premio Cervantes de 2013, me enteré de que este poeta había titulado La costumbre de vivir al segundo volumen de sus memorias.
Y me surgieron dos pensamientos simultáneos.
Uno: que, efectivamente, las cosas nos encuentran cuando las buscamos; aunque en tantas ocasiones ni siquiera seamos conscientes de la búsqueda.
La otra idea fue más bien una confirmación: la imposibilidad de que diccionario alguno pueda definir los infinitos matices de las palabras cuando las juntamos, las separamos, o las omitimos.
A continuación llegó mi deducción personal de que solo un poeta podía dar ese título a un libro de recuerdos.
Volviendo al concierto del principio, mientras glosaba su vida y su obra, Benjamín Prado afirmó que Ángel González era un hombre mucho más pesimista en sus poemas que en su vida; hecho evidente si comparamos sus textos con su fama de bont vivant -o con la letra de la canción Menos dos alas, a él dedicada por otros autores-.
Me parece que sea coherente esta aparente contradicción.
Mientras la educación, la psicología y nuestro egoísmo nos permiten seguir adelante escondiendo las preguntas -y las respuestas- más íntimamente importantes, la poesía expone, embellecidas, nuestras desnudeces; esconde, en el resplandor de una forma, la tristeza de los fondos; grita, desde el silencio, nuestras angustias.
Así que los vates, más allá de sus melancolías aparentes, tal vez sean seres privilegiados que tienen la costumbre de vivir -como hombres- y el privilegio de escribir -como poetas-.
El resto deberemos conformarnos con la costumbre de vivir y con la necesidad de leerlos.

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