Un sábado
cualquiera de no hace mucho, disfruté de un evento; mezcla entre concierto y
recital de poesía, pusieron la música Pedro Guerra y un pianista cuyo nombre no
recuerdo. La recitación corrió a cargo de dos chicas y del escritor Benjamín
Prado.
Las palabras tenían
por autores a Jaime Gil de Biedma y a Ángel González. Mi conocimiento previo
del primero se limitaba a dos versos de los que, además, desconocía la autoría:
“Que la vida iba en serio / uno lo empieza a comprender más tarde”.
Añadiré que en
los últimos tiempos, mes arriba o abajo, me identifico con ese uno.
A Ángel
González lo había descubierto antes, como consecuencia de una de esas buenas casualidades
que a veces suceden.
Mediante otro guiño del azar, el veinticuatro de abril mientras buscaba, para leerlo, el discurso pronunciado
por José Manuel Caballero Bonald con motivo de la entrega del Premio Cervantes
de 2013, me enteré de que este poeta había titulado La costumbre de vivir al segundo volumen de sus memorias.
Y me surgieron
dos pensamientos simultáneos.
Uno:
que, efectivamente, las cosas nos encuentran cuando las buscamos; aunque en
tantas ocasiones ni siquiera seamos conscientes de la búsqueda.
La otra idea
fue más bien una confirmación: la imposibilidad de que diccionario alguno pueda
definir los infinitos matices de las palabras cuando las juntamos, las separamos, o las omitimos.
A continuación
llegó mi deducción personal de que solo un poeta podía dar ese título a un
libro de recuerdos.
Volviendo al
concierto del principio, mientras glosaba su vida y su obra, Benjamín Prado
afirmó que Ángel González era un hombre mucho más pesimista en sus poemas que en
su vida; hecho evidente si comparamos sus textos con su fama de bont vivant -o con la letra de la canción
Menos dos alas, a él dedicada por
otros autores-.
Me parece que
sea coherente esta aparente contradicción.
Mientras la
educación, la psicología y nuestro egoísmo nos permiten seguir adelante
escondiendo las preguntas -y las respuestas- más íntimamente importantes, la
poesía expone, embellecidas, nuestras desnudeces; esconde, en el resplandor de una
forma, la tristeza de los fondos; grita, desde el silencio, nuestras angustias.
Así que los vates,
más allá de sus melancolías aparentes, tal vez sean seres privilegiados que
tienen la costumbre de vivir -como
hombres- y el privilegio de escribir -como poetas-.
El resto
deberemos conformarnos con la costumbre
de vivir y con la necesidad de leerlos.